El costo invisible de las licencias profesionales: un privilegio otorgado por el Estado

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.

(…) en las últimas décadas, el número de empleos que requieren una licencia en EE. UU., por ejemplo, ha pasado de aproximadamente el 5% de la fuerza laboral en la década de 1950 a más del 20% en la actualidad

Oriana Aranguren

Es una creencia común en las sociedades occidentales de que la movilidad social y la prosperidad económica de una persona se fundamenta en el trabajo duro, la innovación y la libre empresa. Y en buena medida es cierto. Pero muchas veces se pretende defender ello en un marco en el que no se critica un obstáculo cada vez más formidable y, a menudo, subestimado, que se interpone en el camino de millones de aspirantes a emprendedores y trabajadores, a saber: el laberinto de las licencias ocupacionales —impuestas por el Estado bajo el estandarte de la “protección del consumidor”, en el que el mismo pretende acreditar alguna profesión, exigiendo que los individuos obtengan un permiso gubernamental para ejercerla—.

Para algunos, la justificación estatal de las licencias profesionales que emite parece loable, por lo cual no lo critican, o incluso lo exigen, pero un análisis riguroso revela una realidad que contradice dicha postura, ya que, lejos de ser un escudo para el público, ese sistema de licencias profesionales se ha convertido en una herramienta de proteccionismo que limita la competencia, infla los precios y, lo más preocupante, erige una barrera sistémica que restringe el acceso a oportunidades laborales, afectando de manera desproporcionada a las poblaciones de bajos ingresos y a los emprendedores. De esta manera, se convierte en una especie de “costo invisible” que frena el dinamismo económico y socava el principio fundamental del derecho a ganarse la vida.

La lógica estatal detrás de las licencias profesionales es simple y seductora: garantizar que las personas que quieren ejercer algún trabajo posean un nivel mínimo de competencia y ética, protegiendo así a los consumidores de daños físicos o fraudes financieros. Y es seductora porque, a simple vista, nadie discutiría la necesidad de licencias rigurosas para profesiones médicos, pilotos de aerolíneas o ingenieros nucleares, donde el riesgo de un error es catastrófico y la asimetría de información entre el proveedor y el cliente es bastante grande. No obstante, es necesario señalar que el problema no reside en la existencia de la licencia en sí, sino en su expansión descontrolada y a menudo ilógica a un espectro cada vez más amplio de ocupaciones de bajo riesgo. De hecho, en las últimas décadas, el número de empleos que requieren una licencia en EE. UU., por ejemplo, ha pasado de aproximadamente el 5% de la fuerza laboral en la década de 1950 a más del 20% en la actualidad, abarcando oficios tan dispares como floristas, decoradores de interiores, guías turísticos, maquilladores y trenzadores de cabello[1].

Es en esta expansión donde la justificación de la “protección del consumidor” comienza a desmoronarse, pues resulta difícil argumentar de manera creíble que un arreglo floral mal ejecutado o una elección de cortinas poco estética representen un peligro significativo para la salud y la seguridad pública. Así, se muestra como los requisitos para obtener estas licencias a menudo parecen arbitrarios y desproporcionados con respecto a cualquier riesgo plausible; por ejemplo, en varios estados de EE. UU., los trenzadores de cabello africano, una técnica ancestral con riesgos mínimos, han tenido que completar cientos, y a veces miles, de horas de formación en cosmetología general —la mayor parte de las cuales son irrelevantes para su oficio— y pagar miles de dólares en matrículas y tasas de examen[2]. Lo cual nos hace inferir que estos requisitos no protegen a los clientes, más bien protegen a las escuelas de cosmetología y a los cosmetólogos con licencia de la competencia de un servicio especializado y a menudo más asequible.

De hecho, el estudio citado explica como muchas veces las regulaciones han surgido por un grupo de profesionales que los exige para limitar la competencia, lo cual es a su vez aceptado por los políticos para asegurarse ciertos impuestos de dichos grupos[3]. De este modo, aseguran ganancias extraordinarias, en la medida en que son superiores en comparación a las de un mercado libre, en donde las personas tienen menos limites de entradas y es la oferta y la demanda, mediada por la competencia, quienes se encargan de regular a los trabajadores, desechando a quienes no presten un servicio de calidad a un buen precio.

Este fenómeno es un ejemplo clásico de lo que los economistas denominan “captura regulatoria”, que refiere a cuando los grupos de interés de una industria —en este caso, los profesionales ya establecidos— influyen en los organismos reguladores y en los legisladores para que creen normativas que les beneficien directamente. Al presionar por requisitos de licencia onerosos, los titulares del mercado logran un objetivo primordial: limitar la oferta de nuevos competidores, erigiendo, como ya se mencionó, barreras de entrada costosas y que consumen mucho tiempo, crean un cartel sancionado por el gobierno, mientras que dichos profesionales existentes pueden disfrutar de salarios más altos y una base de clientes más segura, no necesariamente por ser más competentes, sino porque el gobierno ha eliminado artificialmente a sus potenciales rivales. Entonces, la supuesta “protección del consumidor” se convierte, en la práctica, en una “protección del productor” —así es como se crean los monopolios que tanto critican, de hecho, por lo cual su discurso es doble moral—, porque se tienen productos más caros, no necesariamente mejores, y se limitan de opciones al consumidor[4].

Empero, más allá de la inflación de precios, estas barreras de entrada sofocan la innovación y el dinamismo empresarial. Si partimos de la idea de que los emprendedores son, por naturaleza, agentes de cambio que introducen nuevos modelos de negocio, tecnologías y métodos más eficientes, al existir un régimen de licencias rígido se petrifica una industria en sus prácticas existentes —se vuelve estático—. Y es que, si las regulaciones dictan con precisión cómo se debe realizar un servicio o qué herramientas se pueden utilizar, basados en los métodos de hace décadas, o de ahora, un innovador con un enfoque disruptivo y más eficiente puede encontrarse legalmente excluido del mercado, puesto que choca frontalmente con estas regulaciones en su campo de trabajo.

No conforme con lo anterior, los efectos económicos negativos, el sistema de licencias profesionales ataca directamente la raíz de la movilidad social, porque para las personas de bajos ingresos, esas profesiones que a menudo requieren licencias —oficios manuales, servicios personales, cosmética, entre otros— representan tradicionalmente sus primeros peldaños para escalar en su situación financiera, ya que son trabajos que no siempre exigen un título universitario de cuatro años, pero que ofrecen un camino hacia la autosuficiencia y la creación de un pequeño negocio. Pero las licencias convierten estos peldaños en muros, en procesos costosos en tiempo y dinero, que son recursos con los que muchas veces no cuentan, por lo cual, en la práctica, se les prohíbe salir de su situación.

En esta línea, probablemente los más afectados sean los inmigrantes, ya que a menudo llegan con habilidades y experiencia valiosas de sus países de origen, pero se encuentran con que sus credenciales no son reconocidas, viéndose obligados a volver a capacitarse desde cero, a un costo enorme, para poder ejercer el mismo oficio en el que ya son competentes. También, ¿Qué decir de las licencias que son emitidas en un estado y no son reconocidas en otros, aún dentro del mismo país? En este sentido, encontramos, por ejemplo, que una licencia de cosmetóloga o enfermera obtenida en Texas puede no ser válida en California, lo cual limita sus opciones y/o obliga a la persona a volver a pasar por todo un proceso costosos de recertificación con cada mudanza, creando lagunas de desempleo y una pérdida significativa de ingresos.

Frente a este panorama, es imperativo reconsiderar el enfoque regulatorio, no con la intención de eliminar totalmente el régimen de licencias, sino para que se adopte un principio de regulación menos restrictiva con actividades que no lo requieran, porque el mercado siempre ofrecerá alternativas más inteligentes y menos gravosas que pueden proteger a los consumidores sin aniquilar las oportunidades económicas. De hecho, siguiendo esta misma idea, sería bueno preguntarse: ¿Es necesaria, estrictamente, la regulación estatal en cuanto a las licencias profesionales, o podría dejar de preocuparse por ello y que sea el mismo mercado que cree un sistema de acreditación de competencias a quienes lo requieran? Puede que esta segunda opción no presente los mismos problemas que cuando el Estado interviene. Podría apelarse a un sistema en el que, a diferencia de las licencias otorgadas por el Estado, que son obligatorias para ejercer legalmente, la certificación sea voluntaria, permitiendo a los profesionales demostrar su competencia a través de un examen o una evaluación por parte de una entidad reconocida —gubernamental o privada—, obteniendo así un sello de aprobación que pueden publicitar. Lo dejo a mera reflexión[5].

Otra opción podría ser un registro simple, en el que los profesionales simplemente informan al Estado de su nombre e información de contacto, sin necesidad de cumplir requisitos previos de formación o examen —lo cual permitiría al Estado mantener una lista de proveedores a la que los consumidores pueden recurrir en caso de fraude, facilitando la acción legal, pero sin impedir que nadie entre en el campo—, o simplemente se podría apelar a un sistema de reputación al estilo de plataformas de reseñas como Yelp, Google Reviews o Angie’s List, que han demostrado ser una herramienta de protección al consumidor extraordinariamente potente, ya que la reputación se convierte en el activo más valioso de un profesional.

En suma, el punto a destacar es que el entramado de licencias ocupacionales, aunque nacido de una intención protectora —o al menos eso dicen, porque podemos dudar de sus intenciones—, se ha transformado en una de las barreras más significativas y sigilosas para la movilidad social y la prosperidad económica en la era moderna, en cuanto impone costos invisibles que se manifiestan en precios más altos para todos, una menor innovación y, lo más trágico, en puertas cerradas para aquellos que más necesitan de esa oportunidad de abrirse camino en mejorar sus finanzas.

Con esto en mente, podríamos decir que desmantelar las licencias innecesarias y sustituirlas por alternativas más inteligentes y menos restrictivas, más que una propuesta radical de desregulación, se convierte en un imperativo de justicia, porque, en el fondo, se trata de devolver el equilibrio, de asegurar que la protección del consumidor no sea un pretexto para el proteccionismo de la industria, que el acceso al mercado sea fácil y no un privilegio otorgado por el Estado a unos pocos, y, en suma, de que se reafirme el derecho de cada persona a ganarse la vida y a perseguir un futuro mejor para sí y los suyos.


[1] Ver el estudio —en inglés— realizado por Nicholas A. Carollo, et al. 2025. The origins and evolution of occupational licensing in The United States. Publicado por Nacional Bureau of Economic Research. En: https://www.nber.org/papers/w33580 (Cit. 30/06/2025). Pág. 3. En el texto se explica que este crecimiento se debe tanto a la creación de nuevas leyes para más ocupaciones como a los cambios en la composición del empleo hacia sectores más regulados. Históricamente, las licencias comenzaron en profesiones como la medicina y el derecho, pero durante el siglo XX se expandieron a casi todos los demás sectores, desde servicios personales hasta la construcción (pág. 17).

[2] Ibidem. Págs. 5, 39.

[3] Ibidem. Págs. 3, 5-7, 11, 13, 33. Muchas veces, se pide la licencia para aumentar los costos de entrada —disminuyendo la oferta de trabajadores— y aumentar la demanda de los consumidores si perciben que garantiza una mayor calidad o seguridad, aumentando así las ganancias de las personas que cuentan con las licencias profesionales.

[4] Estudios de instituciones como el Brookings Institution y el Institute for Justice han demostrado consistentemente que las ocupaciones con licencias más onerosas tienen un crecimiento laboral más lento y salarios más altos para los titulares, pero a costa de precios más elevados para los consumidores. Por lo tanto, el sistema de licencias actúa como un impuesto regresivo oculto, porque las familias de ingresos medios y bajos, que son las más sensibles a los aumentos de precios, terminan pagando más por servicios básicos —corte de cabello, fontanería, entre otros—. Nuevamente, como ya se mencionó, el sistema diseñado para “protegerlos” termina por mermar su poder adquisitivo. Al respecto, ver: C. Jarrett Dieterle y Shoshana Weissmann. The licensing logjam. Publicado en Nacional Affairs. En: https://www.nationalaffairs.com/publications/detail/the-licensing-logjam (Cit. 30/06/2025).

[5] Un ejemplo que podemos encontrar de ello son los mecánicos de automóviles certificados por la Automotive Service Excellence (ASE), en donde los consumidores son libres de elegir a un mecánico no certificado legalmente —de cara al Estado—, pero la certificación dada por el sistema les proporciona una señal de calidad fiable, permitiendo que el mercado, y no el gobierno, recompense la competencia. Puede encontrar el sistema en: https://es.ase.com/drivers (Cit. 30/06/2025).

La competencia entre ciudades como motor de la libertad

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

«(…) En un sistema descentralizado, las minorías ideológicas o de estilo de vida pueden encontrar refugio en jurisdicciones que se adapten a sus valores, yendo hacia ellas si así lo consideran mejor.«

Oriana Aranguren

La filosofía política se centra, en última instancia, en el modo en que se debe organizar la sociedad y, desde tiempos modernos, la tensión entre el individuo y el poder del Estado, donde la libertad ha sido, en esencia, la búsqueda de límites a la coacción arbitraria del poder. En este sentido, en nuestro tiempo este debate encuentra un nuevo paradigma que merece consideración en el debate público, a saber: la competencia entre jurisdicciones locales, que, básicamente, son confederaciones —aún más radical y local que las federaciones—. Y ésta merece considerarse precisamente por alejarse de la narrativa de la soberanía nacional y mostrarse como un escenario que expande la libertad individual, en la medida en que la idea ciudades y municipios que compiten entre sí por atraer residentes y capital mediante la reducción de impuestos, la desregulación y la provisión eficiente de servicios, actúan como un bastión contra la uniformidad impuesta por los gobiernos centralizados.

Lo cierto es que el régimen de confederaciones podría ser un mecanismo observable y robusto para fomentar el bienestar y la autodeterminación de las localidades, y es precisamente sobre ello que pretendo hablar en este texto, argumentando que el confederalismo, delineado por la competencia jurisdiccional, manifestaría políticas fiscales más atractivas, una desregulación inteligente y, de ameritarlo el caso, una provisión eficiente de los servicios públicos, fungiendo como mecanismo para disciplinar al Estado, llevándolo a la mínima expresión —o servir de camino para eliminarlo por completo, si gusta a los libertarios más radicales—, y fomentar la innovación, maximizando la libertad y, con ello, empoderando al ciudadano. Vamos a ello.

Breve paso por los fundamentos teóricos: el voto con los pies y la disciplina del mercado político

Para empezar, he de señalar que el andamiaje intelectual que sostiene este argumento fue articulado de manera seminal por el economista Charles Tiebout en su ensayo de 1956, “Una teoría pura de los gastos locales”, en la que el autor propone un modelo revolucionario en el que el ciudadano no es un mero sujeto pasivo de las decisiones gubernamentales, sino un “consumidor-votante”, es decir, alguien con “consume” en una localidad y puede incidir con sus elecciones en ella a través del “voto”. Partiendo de ello, sostiene que en un sistema con múltiples jurisdicciones locales, cada una ofreciendo una especie de “paquete” distinto de bienes públicos —seguridad, educación, parques— a un “precio” determinado —que serían los impuestos locales—, los individuos pueden “votar con los pies”, es decir, revelan sus preferencias y maximizan su utilidad eligiendo la comunidad que mejor se alinea con sus deseos.

En su momento, Tiebout observó una diferencia fundamental entre los bienes privados y los bienes públicos, encontrando que en el mercado los individuos revelan sus preferencias directamente a través de sus compras, por lo que, si prefieren un producto sobre otro, lo compran, enviando una señal clara a los productores —a través del sistema de precios, como indica la Escuela Austriaca de Economía—; sin embargo, con los bienes públicos proporcionados por un gobierno central —seguridad, justicia, política monetaria, salud, educación, entre otros— la revelación de preferencias es casi imposible, porque el ciudadano se ve obligado a aceptar el “paquete” completo de políticas, le guste o no.

Por otro lado, hemos de considerar a la escuela de la Elección Pública (Public Choice), que es una corriente que aplica el análisis económico a la política, desmitificando la noción del “interés público” y tratando a los políticos y burócratas como lo que son: actores racionales que, al igual que los individuos en el mercado, buscan maximizar sus propios intereses —poder, presupuesto, prestigio—, lo cual se integra perfectamente con el concepto de Tiebout y nos lleva a la conclusión de que, en un sistema centralizado y monolítico, estos actores enfrentan pocos incentivos para ser eficientes o responder a las necesidades ciudadanas, dado que el coste de la “salida” —emigrar del país— es extremadamente alto, si acaso no imposible, y la “voz” —el voto— es a menudo demasiado difusa para generar cambios significativos.

De lo abstracto a lo concreto: la lógica del mercado en la política

Con esto en mente, e integrando las ideas, podemos comprender por qué, entonces, el régimen de confederaciones es mejor para sus ciudadanos: porque se adapta más fácil a sus necesidades y está mediado por la competencia, el mercado. Así, si una ciudad impone una carga fiscal excesiva para los servicios que ofrece, o si sus regulaciones ahogan la iniciativa personal, sus residentes más móviles —y con ellos, su base impositiva— simplemente se mudarán a una jurisdicción vecina más atractiva, lo cual, siguiendo la lógica de “mercado” —mercado político institucional—, crearía un contrapeso o unos incentivos que llevarían a las jurisdicciones locales a mantener sus servicios y sus precios atractivos para los ciudadanos, incentivando, a su vez, la empresarialidad de cada uno.

Así, la lógica del mercado se traslada al modo en cómo se organizan las jurisdicciones locales y que cada persona, en libertad, decide entre las opciones que tiene —más opciones—, siendo en sí mismo un acto de elección transforma la relación entre el ciudadano y el gobierno, porque éste deja de ser un monopolista ineludible para convertirse en un proveedor de servicios en un mercado competitivo —es aquí donde se introduce una disciplina de mercado en la esfera política porque transforma la relación entre el ciudadano y el gobierno local en algo más parecido a la relación entre un cliente y una empresa, siendo el gobierno local el que debe ganarse a sus ciudadanos cada día, y no al contrario, y mucho menos esperando la cantidad de tiempo que pretenden imponérseles en estos Estados modernos “democráticos”, donde se pretende alcanzar un cambio solo en época de elecciones—.

En este marco, si una administración municipal se vuelve ineficiente, corrupta o impone una carga fiscal desproporcionada en relación con los servicios que ofrece, arriesga un éxodo de sus “clientes” más valiosos: los contribuyentes y las empresas. Y todo ello es gracias a que las localidades se verían en la obligación de competir entre sí en el campo fiscal —alto o bajos impuestos, qué tipo de impuestos, por qué y para qué—, regulatorio —si son onerosas, si hay mucha burocracia, si son arbitrarias, entre otras cosas a considerar, y en la eficiencia para la provisión de servicios —en los que incluso se puede demandar que sean suministradas por empresas privadas, o que el sector público compita con el privado en un plano de “igualdad”—.

Para ilustrar el punto: imagine una persona que valora enormemente los parques y las bibliotecas, pero le importa menos el pago de impuestos, pues, él podría mudarse a una ciudad que tribute más a cambio de los excelentes servicios que le gustan; o piense en un joven emprendedor que prioriza mantener la mayor parte posible de sus ingresos para reinvertir en su negocio, éste podría elegir un municipio con impuestos mínimos, aceptando a cambio un nivel más básico de servicios públicos.

Si bien, para apreciar plenamente los beneficios de la competencia local, es útil contrastarla con el modelo de gobierno centralizado.

En contraposición al poder concentrado

Un Estado central, por su propia naturaleza, es monopólico, concentra todo el poder e impone una uniformidad a todo el territorio: mismas leyes, mismos impuestos, mismas regulaciones —o con más o menores cambios para ciertas localidades, pero para nada adaptativo, dinámico, a la rapidez en que sí lo haría el régimen de confederaciones— para poblaciones muy diversas, como si se intentara poner una misma talla de zapato a toda la población. Este hecho, ignora una de las ideas más profundas del pensamiento económico popularizada por Friedrich Hayek: el problema del conocimiento, es decir, el hecho de que ningún planificador central puede poseer en todo momento, en todo lugar, a cada instante, el conocimiento disperso y tácito sobre las necesidades, preferencias y condiciones específicas de cada comunidad local.

Asimismo, dicha uniformidad impuesta ahoga la experimentación, el aprendizaje por ensayo y error, y mata la capacidad de adaptación de la sociedad entera, puesto que, por ejemplo, si una nueva política resulta ser un fracaso, sus consecuencias negativas se extienden por toda la nación. En contraste, si contamos con un régimen de gobierno descentralizado, que funciona como una especie de red de “laboratorios de políticas” —por decirlo de alguna manera—, el mal solo se extendería a la localidad, y los mismos tendrían mecanismos para solucionarlo de forma rápida y efectiva. Así, aquellos experimentos exitosos pueden ser emulados por otras ciudades, mientras que los fracasos quedan contenidos localmente y sirven de lección para los demás —lo cual constituye un proceso evolutivo de ensayo y error que es fundamental para el progreso social y es, de hecho, lo que dio paso a la civilización y al progreso a lo largo de la historia del ser humano—. Todo ello es y sería imposible bajo un régimen centralizado

Se soluciona el problema de volumen de la Democracia

En adición, la consecuencia más profunda de este modelo competitivo es la expansión del ámbito de la libertad individual a través de la multiplicación de las opciones de vida, que se contrapone a la lógica de la sociedad uniforme, impuesta por un gobierno centralizado, que es inherentemente liberticida en cuanto asume que una única solución es adecuada para millones de personas con valores, preferencias y aspiraciones diversas.

En primer lugar, la confederación protege contra la “tiranía de la mayoría”: en una democracia nacional, una mayoría del 50% más 1 puede imponer sus preferencias culturales, morales y económicas a todo el país. En un sistema descentralizado, las minorías ideológicas o de estilo de vida pueden encontrar refugio en jurisdicciones que se adapten a sus valores, yendo hacia ellas si así lo consideran mejor; pero en un sistema centralizado, se disminuyen esas opciones y, si cabe la observación, costaría más a las personas alinearse con aquellas que considere mejor. En definitiva, un sistema de comunidades que compiten entre sí hace que se pueda apreciar un mosaico de comunidades, en donde, por lógica, cada una sentiría más sentido de pertenencia por lo suyo, llevando, incluso, a proteger mejor su entorno.

Además, las comunidades, al ser más pequeñas y estar próximas a sus problemas, podrían elegir mejor a sus lideres para solucionarlos, organizarse y afrontarlo juntos, autodeterminándose como localidad, y sin esperar que alguien sentado en el palacio de gobierno, a quienes probablemente ni conocen, ni conocerán en persona, decida por su futuro. En este sentido, las políticas públicas serían más manejables, responderían a casos concretos, según la necesidad local, por lo cual nos encontraríamos con algo paradójico: no habría nada más democrático que el régimen de confederaciones.

Respondiendo a posibles objeciones que rozan lo absurdo

Ahora bien, en este punto alguno podría decir que el modelo no está exento de críticas, aludiendo a, por ejemplo, la idea de que la competencia fiscal obligaría a las ciudades a recortar drásticamente el gasto social, las protecciones medioambientales y los servicios esenciales para atraer capital, perjudicando a los más vulnerables. Sin embargo, aun suponiendo que tal riesgo exista, se estaría subestimando la complejidad de las preferencias de los ciudadanos y del mismo proceso social para dar solución a ello, en la medida en que se ignoraría que las empresas de alto valor y los trabajadores cualificados no se sienten atraídos por páramos contaminados con servicios públicos inexistentes, altas tasas de criminalidad y baja calidad en el talento humano; al contrario, buscan calidad de vida, seguridad, un buen ambiente, ocio y buenos talentos —la competencia, por tanto, no es simplemente por ser el más barato, sino por ofrecer el paquete de valor más atractivo—. Además, parecen olvidar que cuando hay lazos fuertes en la comunidad, la misma tiende a ser generosa para con sus miembros, por lo cual, aun si se elimina por completo los planes sociales, queda en entredicho que sean cosas que solo pueda suministrar el sector público.

Una segunda crítica que se podría recibir es que existe el potencial de agravar la desigualdad y la segregación, argumentando que los ricos se concentrarán en enclaves exclusivos con servicios de primera calidad y bajos impuestos, mientras que los pobres quedarán atrapados en municipios con una base fiscal erosionada e incapaces de proveer servicios básicos. No obstante, nuevamente, se ignora la complejidad del proceso social. En principio, ¿La solución debería pasar por eliminar la competencia? ¿Acaso no tenemos muchos de esos problemas bajo el régimen actual, pero vistos en muchos más campos? Quien haga esa critica debería criticar el mismo sistema centralizado que pretende defender. Si bien, reparando un poco en la posible objeción, se podría establecer un marco adecuado para que ciertas funciones locales, como una red de seguridad social básica o la garantía de ciertos derechos fundamentales, que pueden seguir enmarcadas por la competencia y no necesitarían de un nivel superior de gobierno —estatal o federal— para llevarlas a cabo.

El objetivo de la confederación no es la atomización total, sino un sistema robusto donde cada nivel de gobierno se especializa en lo que hace mejor, retroalimentándose y compitiendo entre sí. A la larga, todos esos problemas tenderían a desaparecer, o a tratarse de una mejor forma, tal y como la misma historia humana ha mostrado en cómo el proceso de mercado da solución, más temprano que tarde, e dichos problemas. De hecho, para los menos radicales —que no es mi caso—, se podría considerar que la competencia local coexista con mecanismos de redistribución fiscal a un nivel superior que pretendan garantizar un suelo mínimo de servicios para todas las comunidades, sin anular los incentivos para la buena gestión local —aunque, dejando que me gane mi radicalización, eso mismo podría coexistir con mecanismos de aportes voluntarios a nivel nacional en el que el sector privado se encargue de administrarlo para ayudar a la mayor cantidad de personas posibles; podría, incluso, haber competencia entre esas administraciones privadas. Todo ello solo necesitaría de un marco legal respetuoso con la libertad, de sentido común, para regular sus actividades, buscando siempre que todas las partes salgan beneficiadas.—.

Conclusiones: la libertad y el régimen de confederaciones

Si bien es cierto que la competencia entre ciudades podría no ser la panacea para la libertad que algunos persiguen —¿Qué lo es?—, también es cierto, sin duda alguna, que sí es un mecanismo extraordinariamente eficaz y a menudo subestimado para promover la libertad individual y el bienestar de la colectividad, pues transforma al ciudadano de un súbdito pasivo en un consumidor-votante con la capacidad real de elegir el entorno político y social que mejor le convenga, en asociación con su comunidad, por lo cual se invierte la dinámica de poder tradicional. Asimismo, el gobierno se ve forzado a servir al individuo, y no al revés, porque la presión de la competencia fiscal limita el afán recaudatorio del Estado, la competencia regulatoria libera la energía creativa del emprendimiento y la competencia en servicios fomenta una administración pública eficiente e innovadora.

En contraste con esa uniformidad asfixiante y la ineficiencia inherente de los gobiernos centrales, en donde prima la corrupción y se tiende a tratar a los ciudadanos como piezas intercambiables en un gran plan nacional, la multiplicidad de jurisdicciones que compitan entre sí ofrece un camino hacia una sociedad más libre, diversa y próspera, permitiendo la coexistan de múltiples visiones sobre la vida, y empoderando a los individuos para que elijan la suya.

De hecho, el fortalecer la autonomía local y fomentar la competencia entre nuestras ciudades se vuelve un imperativo moral para cualquiera que valore la libertad humana, puesto que estamos en una sociedad en donde la intervención estatal parece haber fatigado la democracia y la misma participación ciudadana, y eliminando junto con ello el sentido de pertenencia de los miembros de la sociedad, que esperan que sea el ente regulador quien venga a solucionar sus problemas, en lugar de convertirse en sujetos proactivos comunitarios para hacer lo propio[1]. Por ello, la reinvención del concepto de organización social, partiendo de la lógica de mercado —mercado comunidades—, donde prima la diversidad en cada aspecto de la vida en sociedad, es, en última instancia, una de las manifestaciones más tangibles de la soberanía del individuo en el siglo XXI.


[1] Al respecto, ver: Oriana Aranguren. 2025. La fatiga de la democracia: ¿Estamos perdiendo el interés en la participación cívica por exceso de Estado?. Publicado en ContraPoder News. En: https://contrapodernews.com/la-fatiga-de-la-democracia-estamos-perdiendo-el-interes-en-la-participacion-civica-por-exceso-de-estado/ (Consultado el 26 de junio de 2025).

La autorregulación en comunidades online: un modelo para la gobernanza voluntaria y policéntrica en la sociedad

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

¿Podríamos dejar el modelo rígido, estático, lento, burocrático, que por naturaleza es el Estatal, donde el poder está concentrado (…), para pasar a sistemas de gobiernos policéntricos que respondan mejor al orden extenso, por naturaleza complejo, de la sociedad?

Oriana Aranguren

En un mundo que sigue apostando por la intervención estatal en cada aspecto de nuestra vida, y ahora más con el tema del ciberespacio, en nombre de nuestra “seguridad”, las personas ignoran que el orden espontaneo siempre crea el escenario para que los problemas de la comunidad se resuelvan de la mejor manera, sin necesidad de un órgano director. Una muestra de ello es que, de hecho, ese vasto y a veces caótico mundo digital ha catalizado la formación de nuevas modalidades de interacción y organización social que desafían los paradigmas tradicionales de gobernanza y control estatal.

En el mundo digital, han proliferado comunidades en línea que han servido de base para que se constituyan ecosistemas sociales complejos que, para asegurar su viabilidad y cohesión, han debido desarrollar endógenamente sus propios sistemas de ordenamiento y autorregulación, unos que abarcan desde la formulación de normativas y la implementación de mecanismos de reputación hasta la creación de procesos para la resolución de disputas, operando predominantemente sobre la base del consentimiento voluntario de sus miembros, al margen de la intervención directa del aparato estatal.

Estos hechos demuestran que las estructuras de gobernanza en la era digital, emergentes, no constituyen meramente un fenómeno sociotécnico de interés, sino que representan un modelo funcional y observable de gobernanza descentralizada que sirve como otra evidencia de que la interacción entre seres humanos, espontáneamente, tiende a la coordinación a través de instituciones, normas que regulan la conducta en búsqueda de la paz.

Con esto en mente, en el presente ensayo se examinará cómo los principios de la acción humana, en sociedad, se manifiestan en el entorno digital, ofreciendo lecciones sustanciales para la teoría y práctica de la gobernanza más allá de la esfera virtual. Todo ello, a través del análisis de casos de estudio como Wikipedia, Reddit y los proyectos de software de código abierto (OSS).

La génesis del orden normativo en el entorno digital

Antes de todo, es bueno recordar que en cualquier interacción humana surge la necesidad de un marco normativo como respuesta a los problemas inherentes a la misma interrelación humana —comportamiento oportunista (free-riding), conflictos interpersonales, gestión de recursos compartidos, etc.—, por lo cual, en las comunidades en línea, donde muchas veces el anonimato puede exacerbar estas problemáticas, la creación de un orden normativo se convierte en una condición sine qua non para la sana convivencia.

No obstante, algo que resalta es que en diversos espacios este orden no se impone de manera exógena, ni a la fuerza, sino que emerge orgánicamente a partir de las interacciones recurrentes de los participantes, constituyendo así una manifestación del concepto de “orden espontáneo” al que hace referencia Friedrich Hayek en sus obras[1], donde la coherencia y la previsibilidad surgen de las acciones descentralizadas de individuos que siguen reglas de conducta autoimpuestas, o siguiendo con la tradición, repitiendo conductas en un periodo muy dilatado de tiempo, en lugar de un diseño centralizado.

Un ejemplo excepcional de lo mencionado es la plataforma Reddit, un espacio organizado en miles de foros de nicho denominados “subreddits”, en el que cada comunidad posee la autonomía para definir su propio ethos[2] y su propio código de conducta, al punto en el que nos podemos encontrar con que las reglas que gobiernan un subreddit dedicado al debate jurídico son cualitativamente distintas de las que rigen en un debate centrado en la fotografía analógica.

Esta especificidad contextual en la plataforma permite que las normas sean altamente eficientes y pertinentes, ya que son formuladas y aplicadas por los individuos más interesados en la calidad del discurso dentro de ese dominio particular: los propios usuarios, porque la legitimidad de las reglas no emana de una autoridad coercitiva, sino del consenso implícito de la comunidad, y la participación en el subreddit equivale a una aceptación tácita de sus normas. En este marco, quien no cumpla las normas puede ser sancionado de diversas maneras: la eliminación de un comentario, la expulsión permanente o “baneo”, u otras, siendo éstas aplicadas por moderadores voluntarios, miembros de la propia comunidad que se han ganado la confianza de la misma, o se han demostrado de valor para cumplir esa función—. No obstante, algo curioso es que, dado el escenario donde se desenvuelven los hecho —digital—, la eficacia de estos moderadores reside en el poder de la exclusión social, más que en la coacción física.

No conforme con reglas explícitas que se han desarrollado en el tiempo, la gobernanza en estas comunidades se apoya en un denso tejido de normas implícitas y “netiqueta”, que constituyen una forma de “ley blanda” —en inglés: soft law; que refiere al comportamiento cortés y respetuoso en línea— y se convierten en estándares de comportamiento que, aunque no codificados formalmente, ejercen una poderosa presión social y son internalizados por los miembros a través de la observación y la participación, facilitando una interacción fluida y reduciendo los costos de transacción social. Básicamente, es lo mismo que ocurre en la sociedad cuando dejan a los individuos desenvolverse libremente, y se traslada al mundo digital; si bien, como nuestra cotidianidad ya está impregnada de controles estatales, en muchos espacios se puede ver cómo el estatismo hace que las personas pierdan el respeto al otro, haciéndolos volver a sus más atávicos deseos[3], en comparación a esas sociedades dónde el control estatal no ha sido tan incisivo. En las redes podemos encontrar todavía este tipo de comunidades donde no llega el control estatal, por lo cual sirven para ilustrar el punto.

La reputación como capital social y mecanismo de gobernanza

En adición, también nos encontramos con que las comunidades digitales han debido instrumentalizar la reputación como un pilar central de su arquitectura de gobernanza, en vista de la ausencia de las señales de confianza presentes en la interacción cara a cara, siendo todo un sistema de reputación que digitaliza y cuantifica, por decirlo de alguna manera, el “capital social” de un individuo a la comunidad, lo cual, a su vez, sirve como un incentivo para el comportamiento prosocial y como un mecanismo para la distribución del poder de moderación —como mencionamos en el apartado anterior—.

En esta línea, nos encontramos con Stack Exchange, una red de sitios de preguntas y respuestas de alta especialización, que cuenta con un modelo de gobernanza meritocrática basada en la reputación, es decir, en la que los usuarios obtienen “puntos de reputación” cuando sus contribuciones son validadas positivamente por sus pares a través de un sistema de votos. Asimismo, la acumulación de reputación no es un fin en sí mismo, sino un medio para adquirir progresivamente derechos de gobernanza, ya que un usuario con una reputación baja solo puede participar de manera básica, mientras que un usuario con una reputación elevada adquiere privilegios significativos —como la capacidad de editar las publicaciones de otros, votar para cerrar o reabrir preguntas y/o acceder a herramientas de moderación avanzadas—.

Stack Exchange nos muestra de forma elegante que los intereses individuales se pueden alinear, en búsqueda de fines comunes —en su caso: respuestas acertadas—, más cuando, para ganar influencia y estatus —reputación—, un miembro debe contribuir de manera constructiva y precisa, mejorando así la calidad del recurso común —la base de conocimiento—. De esta manera, el poder de gobernanza se distribuye entre los miembros más competentes y confiables, que, esperablemente, son quienes tienen un interés creado en preservar la integridad del sistema, siendo un modelo de meritocracia distribuida que permite una moderación a gran escala y de alta calidad con costos económicos mínimos, demostrando una solución eficiente al problema de la gestión de los comunes digitales.

Al leer este apartado, puede que alguno diga que el fin es “tener poder” sobre otros, y puede que sea así, nadie lo niega, pero el punto es que, si ha de ser así, el poder se distribuye entre aquellos más interesados en mantener el sistema sano, y además cuenta con incentivos para ello. La pregunta es, entonces, ¿Preferimos un sistema de gobernanza que incentive a las personas a actuar moralmente, alineada con los intereses de sus comunes, o uno donde los moderadores pueden abusar de su poder, sin tener competencia alguna con otros, y, por si fuera poco, ha de esperarse cierta cantidad de tiempo para desalojarlos de allí —si es que acaso se dejan desalojarse—? Creo que la respuesta es lógica.

Resolución de disputas y aplicación de normas: la justicia descentralizada

Asimismo, en el mundo digital nos encontramos con plataformas en las que las comunidades, conformada por personas que tienen fines distintos, pero aún así se coordinan con otros, aún sin saberlo[4], han desarrollado estructuras cuasi-judiciales internas que operan con notable formalidad, con el fin de resolver conflictos y hacer cumplir sus normas de manera percibida como justa y legítima, manteniendo la viabilidad a largo plazo de la plataforma —todo ello es un sistema de gobernanza—.

Un ejemplo de ello es Wikipedia, la enciclopedia colaborativa que todos conocemos, pero muchos ignoran que tiene uno de los sistemas de resolución de disputas más evolucionados en la internet. Dada la naturaleza del proyecto, los conflictos editoriales son inevitables, pero, para gestionarlos, la comunidad ha establecido un proceso escalonado en el que el primer paso es siempre el diálogo directo en las páginas de discusión de los artículos, buscando el consenso. Si lo anterior falla, entonces los editores pueden recurrir a mecanismos más formales, como la solicitud de comentarios —Request for Comment, RfC— para recabar la opinión de la comunidad en general, o la mediación a través de foros específicos. Y para los casos de conflicto más graves o la mala conducta persistente de un usuario, existe un “Comité de Arbitraje”, que es un cuerpo en el que sus miembros son elegidos periódicamente por la comunidad de editores y funciona como la instancia judicial de última instancia de Wikipedia.

En lo que respecta al Comité de Arbitraje, el mismo funciona como un tribunal, pues, analiza las pruebas presentadas por las partes y emite decisiones vinculantes, que pueden incluir desde amonestaciones y restricciones temáticas hasta la prohibición total de participación en el proyecto. Así, el comité se convierte en un ejemplo de poder basado en el consentimiento, porque es de allí que recibe su autoridad para gestionar conflictos. El mismo, no posee medios coercitivos para imponer sus fallos, sino que su poder surge exclusivamente del respeto y la legitimidad que la comunidad en su conjunto le confiere, motivada por el objetivo compartido de proteger la integridad del proyecto.

De los comunes de Ostrom al código: el éxito de las instituciones

Lo explicado hasta el momento, junto con sus ejemplos, pasa desapercibido, pero muestra que las instituciones exitosas, que, al final, llegan para gestionar de forma sostenible los recursos de uso común, enmarcando la conducta, así como organizaciones exitosas, dependen de límites claramente definidos, la congruencia entre las reglas y las condiciones locales, acuerdos de elección entre los miembros que conforman la comunidad, el automonitoreo —los propios miembros se autorregulan y ayudan a regular a otros—, y las sanciones graduadas —en respuesta a contextos específicos y que se enmarcan en mecanismos de resolución de conflictos—. A ello se suma el reconocimiento mínimo de los derechos de organización —que, aunque a menudo dependen de una plataforma corporativa, las comunidades gozan de un grado de autonomía para autogobernarse—, y el hecho de que, sobre todo si la plataforma es demasiado grande, la gobernanza se organizada en múltiples capas, desde lo local a lo global.

Todos estos puntos mencionados conducen al concepto de “gobernanza policéntrica”, donde múltiples centros de toma de decisiones semiautónomos coexisten e interactúan para gestionar un sistema complejo que no da espacios para el caos ni el poder concentrado, sino que es una red policéntrica donde la autoridad se distribuye y se superpone, manteniendo la integridad del sistema. Otro ejemplo de ello son los proyectos de software de código abierto (OSS), como kernel de Linux o el ecosistema de Apache, que se desarrollan y mantienen gracias a la colaboración de miles de desarrolladores voluntarios distribuidos globalmente. Si bien, la gobernanza en estos proyectos a menudo se basa en una meritocracia técnica, donde la influencia se correlaciona con la calidad y cantidad de las contribuciones de código, pero las decisiones se toman a través de procesos deliberativos y sistemas de control, donde las solicitudes de cambios —en inglés: pull request— funcionan como propuestas legislativas que son debatidas, revisadas y finalmente aceptadas o rechazadas por los interesados en mantener el proyecto. En este sentido, existen licencias de software (ej. GPL, MIT) que actúan como constituciones fundacionales que establecen los derechos y obligaciones básicos de todos los participantes.

En este punto, cabe la pregunta: ¿Podría la sociedad tener sistemas de gobernanza como estos? ¿Podríamos dejar el modelo rígido, estático, lento, burocrático, que por naturaleza es el Estatal, donde el poder está concentrado —irrelevantemente de si la separación de poderes no fuera una ficción, porque, en última instancia, son “poderes del Estado”, que “conforman el Estado”, por lo cual son en sí mismos “el Estado”—, para pasar a sistemas de gobiernos policéntricos que respondan mejor al orden extenso, por naturaleza complejo, de la sociedad? Yo creo que sí.

El potencial de estos sistemas —entre muchos otros, porque podríamos hablar de de juegos MMORPG, de Organizaciones Descentralizadas Autónomas (DAOs, en inglés), comunidades de modding de videojuegos, Blockchain, o plataformas como Figsare o ResearchGate, en donde los científicos comparten datos y publicaciones de forma anárquica, sin perder la calidad científica—, demuestran empíricamente que la organización social a gran escala es posible sin una autoridad centralizada y coercitiva. Todas ellas, en sus diferentes campos, ofrecen pruebas para la innovación en mecanismos de deliberación, votación y reputación que podrían ser adaptados a otros contextos a nivel macro. Si ello no a avanzado hacia ese nivel es porque la misma regulación estatal, sumado al desconocimiento de la gente y la servidumbre voluntaria, no lo han permitido.

Conclusiones: de lo digital a la sociedad con un sistema policéntrico de gobernanza

De este modo, las comunidades en línea, lejos de ser espacios anómicos, es decir, sin leyes, se han revelado como prolíficos laboratorios para la experimentación en gobernanza voluntaria, esto es: anarquía, bien entendida, gracias a la creación endógena de reglas, sistemas de reputación y mecanismos de resolución de disputas que contribuyen al orden social funcional, adaptativo, dentro de la red, fundamentado en el consentimiento.

Los casos de Wikipedia, Reddit, Stack Exchange y el software de código abierto, entre otros, ilustran la viabilidad de modelos de gobernanza meritocráticos, distribuidos y policéntricos, proporcionando una validación empírica a las teorías Hayek y, en general, de la Escuela Austriaca de Economía, en donde la sociedad, en cuanto sistema complejo —que es lo que se sostiene desde el Creativismo Filosófico, apelando a la filosofía de sistemas y de procesos—, produce mecanismos para enmarcar la conducta humana y, con ello, se mantengan las bases del proceso civilizatorio, desafiando la presunción de que la gobernanza efectiva requiere ineludiblemente la centralización del poder y la coerción estatal.

Por tanto, nos vemos en la obligación de considerar seriamente el potencial de la autorregulación y la organización voluntaria como un paradigma legítimo y poderoso para la coordinación social en el siglo XXI, más cuando parecemos dirigirnos como sociedad al totalitarismo, porque los Estados del mundo quieren, cada vez más, incidir en nuestra vida, socavando nuestra privacidad en la internet, destruyendo con las bases de la Democracia, y, en suma, abusando de su poder para someter a cuentos ciudadanos consideren para alcanzar lo que los mismos miembros del estado consideran: “el bien común”.


[1] Ver: Friedrich Hayek. La fatal arrogancia: los errores del socialismo. Publicado por Unión Editorial. Capítulo III: “La evolución del mercado, el comercio y la civilización”. También, ver: Friedrich Hayek. Los fundamentos de la libertad. Publicado por Unión Editorial. Capítulo II: “El poder creador de la civilización libre”, Capítulo IV: “Libertad, razón y tradición”, Capítulo X: “Las leyes, los mandatos y el orden social” y Capítulo XI: “La evolución del Estado de Derecho”.

[2] Ethos refiere al conjunto de modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de una persona o comunidad.

[3] Jesús Huerta de Soto. 2005. Socialismo, cálculo económico y función empresarial. Publicado por Unión Editorial. Al respecto, el autor dice que el mal del racionalismo exagerado, ese en el que se cree que se tiene la sabiduría para controlar a la sociedad —la fatal arrogancia de la que habla Hayek—, que es el pensamiento que sostiene al Estado, hace que el mismo se rebelen, “como Keynes, Rousseau y tantos otros, contra las instituciones, hábitos y comportamientos que hacen posible el orden social, los cuales, por definición, no pueden ser completamente racionalizados, y a los que se califica irresponsablemente de «represivas e inhibitorias tradiciones sociales». El paradójico resultado de esta «deificación» de la razón humana no es otro que eliminar los principios morales, normas y pautas de conducta que hicieron posible la evolución de la civilización, arrojando indefectiblemente al hombre, falto de tan vitales guías y referencias de actuación, a sus más atávicas y primitivas pasiones.” (pág. 131).

[4] Ver el ejemplo del monigote de Jesús Huerta de Soto en ibidem, págs. 52-86.

La fatiga de la Democracia: ¿Estamos perdiendo el interés en la participación cívica por exceso de Estado?

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

«… una comunidad que se organiza para limpiar un parque o crear una biblioteca local, más que generar un impacto social y un sentido de logro que ninguna acción gubernamental puede replicar, demuestra cuan fuerte es su sociedad«

Oriana Aranguren

¿Para qué votar si al final nada cambia? ¿Para qué involucrarse en los asuntos de la comunidad si las decisiones importantes se toman en despachos lejanos, por personas a las que nunca conoceremos? Estas preguntas, que resuenan cada vez con más fuerza en las conversaciones cotidianas y se reflejan en las crecientes tasas de abstención electoral de muchas democracias consolidadas, no son meros síntomas de cinismo, más bien son el eco de una queja profunda que adolece el sistema que tanto nos ha costado construir: la Democracia, una fatigada.

Tradicionalmente, entendemos la Democracia como el derecho a elegir a nuestros gobernantes, en un escenario de cultura de participación activa, donde los ciudadanos son los protagonistas de su destino colectivo, o al menos así lo venden. Sin embargo, este ensayo argumenta que la expansión desmedida del Estado y su intervención en casi todos los aspectos de la vida, lejos de fortalecer la Democracia, puede estar generando precisamente una fatiga cívica, es decir, que el ciudadano opte por no inmiscuirse en los asuntos públicos y, en casos extremos, hasta se olvide del sentido de comunidad con sus más cercanos.

La paradoja de nuestro tiempo es que, en el afán de crear un Estado que nos proteja y solucione todos nuestros problemas, de hecho, estamos debilitando la voluntad ciudadana para gobernarse a sí misma, demostrando, de esta manera, que no es que la Democracia esté condenada a fallar por sí misma, sino que el exceso de un tipo de régimen la asfixia lentamente: la hipertrofia del Estado.

El Estado omnipresente: cuando la solución se vuelve parte del problema

Para comprender esta dinámica, es crucial definir qué entendemos por “hipertrofia de Estado”. En principio, no se trata simplemente de una cuestión de tamaño presupuestario o de número de funcionarios públicos, sino de su alcance. Un Estado se vuelve excesivo, gigante, cuando trasciende sus funciones esenciales —que, si partimos de un pensamiento más minarquista, es: garantizar la seguridad, impartir justicia y proteger los derechos fundamentales— para convertirse en el gestor principal, y a menudo exclusivo, de la economía, la educación, la salud, el bienestar social e incluso de las decisiones más íntimas de la vida cotidiana, actuando bajo la premisa de ser una entidad omnisciente y benevolente, cuya intervención es necesaria para corregir cualquier imperfección de la sociedad —con la retorica de que es para el mismo bien de la sociedad, el “bien común”—.

Esta omnipresencia e hipertrofia se manifiesta en una abrumadora centralización de las decisiones, es decir, cuando el poder para regular, financiar y administrar se concentra en aparatos burocráticos centrales que reduce drásticamente el espacio para la iniciativa individual y la autoorganización comunitaria, dejando en manos de los políticos el destino de millones de personas. Sin embargo, si el Estado “lo resuelve todo” o, más precisamente, “lo regula todo” —como les gusta a los socialistas—, la pregunta lógica que emerge en la mente del ciudadano es: ¿Para qué debo involucrarme? Esto es: que cuando el Estado es grande, la necesidad de asumir responsabilidades a nivel local o personal disminuye, ya que existe una entidad superior encargada de ello —o que dice encargarse—, por lo que el resultado es una ciudadanía que aprende a esperar en lugar de actuar, a solicitar en lugar de crear, en suma, a no ser proactiva a la hora de solucionar sus mismos problemas —por más pequeños que sean en muchos casos—.

Podemos ilustrar este fenómeno con ejemplos claros y concretos: en la economía, una regulación excesiva, a menudo justificada por la protección del consumidor o la estabilidad del mercado, puede convertirse en una barrera insalvable para la pequeña empresa y el emprendimiento, pues la maraña de permisos, licencias e inspecciones no solo consume tiempo y recursos que podrían destinarse a la innovación, sino que disuade a muchos de siquiera intentarlo. De este modo, el ciudadano no percibe al Estado como un árbitro justo, sino como un guardián burocrático que sofoca la iniciativa y, con ello, la capacidad de la sociedad para generar riqueza y empleo de forma orgánica. ¿El resultado? La responsabilidad de la prosperidad se traslada íntegramente a las políticas gubernamentales.

Pero vayamos ahora a lo cotidiano, a la comunidad: donde vivo, por ejemplo, extremadamente muy pocos vecinos —menos del 2% de una población de 500 casas, donde hay, en promedio, 3 personas por cada una— se preocupan por arreglar el problema de alcantarillado, porque esperan que el Estado venga a solucionarlo, a pesar de que han pasado meses sin respuesta y de que, como estamos en época de lluvia, la calle de desborda casi todos los días. Y estoy segura que podemos encontrar muchos casos como estos en muchos lugares donde el Estado medie todas las interacciones humanas.

Esto ilustra como un Estado, que dice ser muchas veces “de Bienestar”, que pretende cubrir cada contingencia de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, puede, sin quererlo —o a veces queriendo, no subestimemos las ansias de poder de muchos políticos—, erosionar las redes de apoyo naturales, como es el caso de la caridad, la ayuda mutua y la filantropía, que históricamente fueron pilares de la cohesión comunitaria, y que se ven opacadas o sustituidas por programas estatales impersonales. Si nos detenemos un poco y observamos a las personas en nuestra cotidianidad, veremos cómo diariamente, por solo mencionar un ejemplo, la responsabilidad por el vecino en apuros se delega a una agencia gubernamental, transformando un acto de solidaridad voluntaria en una obligación fiscal anónima. Así, la comunidad deja de ser una red de apoyo mutuo para convertirse en una colección de individuos que dirigen sus demandas hacia el mismo proveedor central: el Estado.

La erosión de la responsabilidad y la iniciativa cívica

Como ya mencionamos, el modelo de Estado omnipresente tiene una consecuencia psicológica y social devastadora: la erosión sistemática de la responsabilidad individual y la iniciativa cívica, puesto que, a medida que el gobierno asume más y más funciones, los ciudadanos son sutilmente reeducados para delegar sus responsabilidades. De esta manera, los problemas que antes se consideraban del ámbito personal, familiar o comunitario —la educación de los hijos, el cuidado de los ancianos, la seguridad del barrio— pasan a ser percibidos como “problemas del Estado”. En resumen, el ciudadano deja de ser un agente activo, un protagonista de su propia vida y la de su comunidad, y pasa a ser un cliente pasivo, un receptor de servicios, un mero espectador de las políticas públicas.

Esta delegación genera una profunda desconexión entre el esfuerzo individual y el resultado colectivo, deja de haber sentido de pertenencia, lo cual lleva a que, cuando surja un problema social, como el deterioro de un espacio público, la respuesta instintiva ya no es “organicémonos para solucionarlo”, sino “exijamos al gobierno que actúe”. Como el ciudadano paga sus impuestos y emite su voto, cree que todo acaba allí, sin reparar en que el vínculo directo entre su contribución y la mejora tangible de su entorno se vuelve opaco y distante en un régimen de Estado centralizado, dominado por un grupo pequeño que, por lo general, se encuentra muy distante de los problemas de la mayoría.

En este punto, se hace necesario recordar que el proceso burocrático es lento, impersonal y, a menudo, frustrante, y, junto a la falta de retroalimentación positiva, aniquila la motivación para participar. Por ello, el libertario debe velar por fortalecer a la comunidades, construir las cosas de abajo hacia arriba, porque una comunidad que se organiza para limpiar un parque o crear una biblioteca local, más que generar un impacto social y un sentido de logro que ninguna acción gubernamental puede replicar, demuestra cuan fuerte es su sociedad, fundamentada en la libre interacción entre sus miembros, unos que cooperan y se coordinan para solucionar problemas comunes. Entendiendo esto, entonces, podemos comprender que, cuando se priva a las personas de estas oportunidades, por extensión se les priva también de los músculos de la ciudadanía.

La Democracia como espectáculo

No obstante, cuando la ciudadanía activa se retrae, puede que la Democracia no desaparezca del todo —ya dependerá de la concepción que tenga cada uno sobre el término—, pero sin duda alguna se transforma en algo muy distinto: un espectáculo, porque la participación se reduce a su mínima expresión, convirtiendo el voto en un acto cada vez más pasivo y ritualista. En lugar de ser la culminación de un proceso de deliberación e implicación continua sobre asuntos públicos, las elecciones se convierten en un acto esporádico de adhesión o de protesta, sin repercusión significativa alguna para un cambio.

En un escenario así, los ciudadanos no eligen a representantes para que ejecuten una voluntad común que ellos mismos han ayudado a formar, sino que escogen a la figura o al partido que promete ser el “gestor” más eficiente de la enorme maquinaria estatal. Es decir, se vota por quien administrará mejor nuestras vidas desde arriba, no por quien nos facilitará las herramientas para administrarlas nosotros mismos desde abajo, convirtiendo a la política en un producto de consumo, y a los ciudadanos en meros espectadores que aplauden o abuchean desde la grada.

Asimismo, otra de las consecuencias más peligrosas de este modelo es la intensificación de la polarización y el tribalismo, porque cuando el Estado concentra un poder tan inmenso sobre los recursos, la economía y la vida social, el control del gobierno se convierte en el premio máximo, en un juego de suma cero en el que ganar una elección ya no significa simplemente tener la oportunidad de implementar un programa político, sino obtener el poder de moldear la sociedad entera a imagen y semejanza de la propia ideología, sin contrapeso ciudadano alguno. En este contexto, la facción contraria —la “oposición”— ya no es vista como un adversario con ideas diferentes con quien se puede convivir en un marco de libertad, sino como una amenaza existencial que, si alcanza el poder, utilizará el aparato estatal para imponer su visión y sus valores sobre todos los demás.

En última instancia, la política deja de ser un debate sobre cómo administrar lo común para convertirse en una guerra cultural por el control total, y las personas comienzan a pelear por ver quien puede hacerse con dicho poder, sea de forma directa o indirecta —aprovechando los amigos que sí tienen capacidad de decisión o incidencia—, siendo una confrontación por el control del Estado que absorbe toda la energía cívica, dejando poco espacio para la cooperación y el consenso.

Tan solo vea las discusiones y/o debates de los políticos, o quienes pretenden serlo: el foco de todas ellas, en gran medida —si acaso no por completo— se centra casi exclusivamente en lo que el gobierno hace, deja de hacer o debería hacer; el progreso y el bienestar se miden en términos de gasto público, nuevas regulaciones o programas estatales, distorsionando por completo la noción de una sociedad próspera. Todo, menos fijar la vista en las ideas de libertad, en que la verdadera riqueza se crea a través de la innovación empresarial, la cooperación voluntaria, la fortaleza de las familias y la vitalidad de las comunidades locales.

Hacia una sociedad con alta y fortalecida participación cívica

En conclusión, la tesis es clara y preocupante: el crecimiento desmedido del alcance estatal, aunque a menudo bien intencionado, provoca una peligrosa fatiga democrática, fomenta la pasividad, erosiona la responsabilidad individual, desconecta al ciudadano de los resultados y convierte la política en una batalla campal por el control de un poder centralizado. Es necesario entender que la apatía y el cinismo no surgen de la nada, más bien son respuestas lógicas a un sistema que relega al ciudadano al papel de espectador de su propia vida y sus propios problemas

La solución, por tanto, no puede encontrarse en más intervención estatal o en programas diseñados desde arriba para “fomentar la participación”, porque hacerlo es como intentar apagar un fuego con gasolina, sino que debe pasar por una reconsideración fundamental del papel del Estado, donde se reduzca su alcance y se devuelva el poder y responsabilidad a los individuos, las familias y las comunidades locales. En suma, se trata de aplicar el principio de subsidiariedad, a saber: que los problemas se resuelvan al nivel más bajo y cercano al ciudadano posible. Esto no implica necesariamente la aniquilación del Estado, sino su reubicación en lo que algunos consideran su justo y limitado lugar: como garante de la libertad, no como administrador de la vida —aunque los anarcocapitalistas sostendrían que para todo ello habría que eliminar el Estado por completo; pero eso es otro debate que aquí no compete—.

La tarea es monumental, porque requiere un cambio de paradigma tanto en gobernantes como en gobernados. En nuestro caso, los comunes, los civiles, quienes no pertenecemos a la alta jerarquía de la estructura estatal, comprender este asunto nos obliga a hacernos una pregunta incómoda: ¿Hemos delegado en el Estado, probablemente muy grande, nuestras responsabilidades, al punto en el que ahora nos está privando del oxígeno necesario para ser ciudadanos libres y responsables? Es para reflexionar. Por otro lado, y probablemente tocando un punto más profundo, cabe preguntarse: ¿Es posible mantener una Democracia vibrante cuando el Estado absorbe cada vez más facetas de nuestra existencia, dejándonos sin nada propio que construir, defender y amar? La respuesta que demos a esta pregunta definirá la salud de nuestras democracias en el siglo XXI, una salud que, a mi juicio, es paupérrima, pero aún así deja espacio al debate.

Argentina aprueba un régimen especial para que civiles puedan comprar armas semiautomáticas y de asalto

El Gobierno de la Argentina aprobó este miércoles un «régimen de autorización especial» con el cual la población civil puede comprar armas semiautomáticas y de asalto, abriendo paso así al libre porte de armas.

A través de un decreto publicado en el boletín oficial, el presidente libertario argentino, Javier Milei, dispuso que la Agencia Nacional de Materiales Controlados (Anmac) tenga a su cargo «la aplicación del régimen de control especial».

Ahora la Anmac puede consentir que «legítimos usuarios» adquieran «armas semiautomáticas, alimentadas con cargadores de quita y pon símil fusiles, carabinas o sub-ametralladoras de asalto derivadas de armas de uso militar de calibre superior al 22».

«Los referidos legítimos usuarios deberán acreditar probados usos deportivos y las demás condiciones objetivas que al efecto establezca la Anmac», se lee en el documento.

De esta forma, el Ejecutivo de Milei derogó el artículo 1.° del Decreto N.° 64 del 17 de enero de 1995, con el cual se restringió entonces al ámbito militar la compra y uso de ese tipo de armamento.

Cabe recordar que Milei defendió la libre tenencia de armas cuando era un diputado en mayo de 2022. «Aquellos Estados que tienen libre portación de armas, le guste o no le guste a la progresía, tienen muchos menos delitos [que] donde vos tenés obligados a estar indefensos a los honestos», dijo al canal local Todo Noticias.

La cronarquía del Estado: ¿Cómo el Estado se adueña de tu tiempo y por qué no debería hacerlo?

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

«el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones«

Oriana Aranguren

En su búsqueda incesante por el sentido, el ser humano ha medido, dividido y conceptualizado el tiempo. Así, ha logrado convertirlo en calendarios, horarios, cronómetros, o cualquier otra cosa que refiera a esa coordenada en lo que conocemos como “espacio-tiempo” de lo que se habla en el campo de la física, y que muchas veces lo reducimos en la cotidianidad a una herramienta de organización, o una métrica de productividad. No obstante, este tiempo solo nos contiene; es decir, es la realidad en la que nos encontramos sumergidos, no nos pertenece en sentido estricto, no lo controlamos.

Caso distinto es el tiempo de la experiencia vivida, la percepción que tenemos de la misma, marcada por la subjetividad de cada individuo, y que lleva a que, por ejemplo, aprehendamos de diversas formas la duración subjetiva de un beso con un ser querido, la eternidad de un momento de pánico, la fugacidad de una década feliz. En lo que respecta a este tiempo, que llamaremos: tiempo de la consciencia, no es un contenedor, sino que es parte esencial del contenido mismo de nuestra existencia, en constante devenir. Los segundos que transcurren en el reloj no son una simple marca, sino un fragmento irrecuperable de nuestra propia existencia, impregnada de percepciones, razones, sentidos, significados. En suma, podría decirse que es el sostén de la vida humana, en la medida en que es el fundamento sobre la cual se erigen nuestras elecciones, proyectos y anhelos.

Esta afirmación no es una mera pretensión filosófica abstracta sin ningún tipo de sustento; ya estudios sobre neurociencia muestran cómo la percepción del tiempo, pasado, presente, futuro, convergen en el aquí y ahora para que el individuo pueda elegir, establecerse metas y visualizar el camino a seguir para poder alcanzar lo que se propone. Todas las funciones del cerebro, en sinergia, hace que siempre vea hacia el futuro —prospectividad—, uno de apreciación subjetiva que se enmarca, a su vez, en las otras dos patas de la mesa de la temporalidad: pasado y presente[1].

Desde esta perspectiva, el principio libertario de la propiedad de uno mismo —self-ownership, en inglés—, es decir, la idea de que cada persona es el único y exclusivo dueño de su cuerpo y mente, encuentra su manifestación más tangible en la propiedad sobre nuestro propio tiempo. Esto es: ser dueño de uno mismo significa ser dueño de cada momento que compone nuestra vida; y ser dueño de mi vida no es otra cosa que ser dueño del tiempo con el que cuento para desarrollarme, en tanto individuo. Cada decisión sobre cómo asignar ese tiempo físico —segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, etc.—, el cual sobra significado para mí gracias al tiempo de la consciencia, que asigna valores, es un acto de soberanía —o debería serlo—. Negar esa condición, y permitir su violación, es atacar en gran medida la misma naturaleza humana y, por extensión, la libertad en su raíz, que es precisamente lo que hace el principal agresor contra la libertad humana: el Estado.

En el presente texto me propongo desarrollar la idea self-ownership hasta las últimas consecuencias, argumentando que el “tiempo personal”, marcado por ese (i) “tiempo físico” y (ii) la experiencia de ella —tiempo de la consciencia—, constituye una esfera de la soberanía individual que debería ser inviolable, pero que el Estado se ha encargado de socavarla sistemáticamente, creando una especie de estructura en el que se ejerce un control ilegítimo sobre el tiempo de los individuos, tratándolo como un recurso público susceptible de ser confiscado, administrado y redistribuido por la fuerza. En última instancia, el Estado en sí mismo constituye una “Cronarquía” —crono, de tiempo; arquía, de gobierno o poder—, es decir, un régimen en el que se ejerce coacción y somete al tiempo de las personas, porque se opera bajo la presunción de que el tiempo personal de los individuos es un recurso colectivo, una reserva a disposición del poder político[2]. Por ello, la cronarquía estatal, el Estado en sí mismo, es moralmente inaceptable y constituye la forma más íntima y totalitaria de opresión.

Veamos las implicaciones de esto:

El tiempo personal: una propiedad primigenia

En la tradición filosófica liberal, partiendo de John Locke, la propiedad se origina cuando el individuo mezcla su trabajo con un recurso natural no poseído, extendiendo se esa forma su propiedad sobre sí mismo a los objetos externos con los que se haga a través de su trabajo y esfuerzo. Así, un individuo es dueño de la tierra que cultiva o de los recursos que transforma. Sin embargo, aunque es un argumento poderoso, se detiene un paso antes del origen de todo, porque no repara en que ese acto de mezclar el trabajo con la naturaleza presupone un elemento anterior y más fundamental, a saber: el tiempo invertido en dicho trabajo.

Antes del trabajo, está el tiempo personal; antes de que exista propiedad sobre la tierra arada, la herramienta forjada o la casa construida para el refugio, está la necesidad de ser propietarios de las horas de vida dedicadas a la creación de todas las cosas. En principio, el trabajo no es más que la aplicación de la energía y la inteligencia de un individuo a lo largo de un segmento de tiempo; por lo tanto, el tiempo invertido en llevar a cabo alguna acción es el componente crucial que transfiera la propiedad. El tiempo personal es, ante todo, el capital primigenio de la existencia humana; en otras palabras, el tiempo personal no es solo la condición para crear propiedad, sino que es la forma más pura de capital humano.

Esto cobra mayor sentido cuando caemos en cuenta que el ser humano puede nacer sin tierras, sin bienes, pero nace con un capital: tiempo, uno personal, por lo cual constituye: tiempo personal, tiempo de vida[3]. Es el tiempo personal, el experienciar el mundo en un plano intertemporal, el medio existencial en el que toda otra propiedad se adquiere, se utiliza y se disfruta. Sin tiempo, la propiedad de las cosas es inútil. En este marco, hemos de recordar un refrán trillado, pero de gran profundidad, para efectos del mensaje transmitido hasta ahora: “nadie se lleva cosas materiales cuando muere”[4]; un palacio, una biblioteca o una fortuna son estériles para quien no tiene tiempo para habitarlos, leerlos o gastarlos. He aquí una verdad fundamental, irrefutable: el valor de todas las propiedades es contingente y derivado del valor primario del tiempo de vida del individuo que los posee.

De hecho, esta propiedad original sobre el tiempo posee características únicas que la hacen aún más fundamental que la propiedad sobre objetos, ya que cumple y supera el famoso “proviso” de Locke, que exige que, al apropiarse de algo, uno debe dejar “suficiente y de igual calidad” para los demás —con el fin de evitar el monopolio de bienes, asegurando que la apropiación no perjudique a otros—. A modo de ilustración: mi decisión de dedicar mi lunes a escribir un libro no disminuye en absoluto el lunes del que dispone mi vecino para construir una silla, o lo que sea que quiera hacer con su tiempo. En pocas palabras, el acervo de tiempo no es un bien común divisible que uno pueda acaparar en detrimento de otros, porque cada individuo llega al mundo con su propio e intransferible caudal de tiempo personal. En principio, puede que estemos hablando de la dotación más equitativamente distribuida en el origen de la existencia humana, aunque su duración medida por la física —(i)— sea incierta para todos, pero que cada uno experimenta de forma única —(ii)—.

Esta soberanía temporal no es una mera abstracción, más bien es la condición de posibilidad de la libertad misma, es decir, de esa condición en la que podemos actuar según nuestras preferencias, sin que medie la coacción. Los libertarios hoy hablan de “auto-propiedad”, pero no reparan en ese eslabón que sustenta y hace posible la manifestación práctica y continua de dicha auto-propiedad: el tiempo personal. Ser dueño de uno mismo significa, momento a momento, ser el único con el derecho a decidir qué hacer con el siguiente instante; no es un lujo, sino la definición operativa de una vida humana libre. Por ello, cada decisión sobre el uso de nuestro tiempo es una reafirmación de nuestra naturaleza, y ceder el control sobre ello no es como ceder el control sobre un objeto, sino cederlo sobre nuestra propia identidad y proyecto de vida. En este sentido, entonces, cualquier agresión contra el tiempo personal es una agresión directa contra el ser de cada individuo.

La cronarquía en acción: anatomía de la agresión temporal del estado

Lo anterior tiene implicaciones políticas bastante profundas, pues, si aceptamos que el tiempo es la propiedad más fundamental del individuo, la mayoría de las acciones del Estado deben ser reevaluadas, porque el Estado es el mayor “cronarca”, es decir, el principal agresor contra el tiempo personal de las personas. De diversas formas, obvias o sutiles, la mayoría de las agresiones estatales son consistentes con la expropiación forzosa de fragmentos de la vida de los individuos; cuando el Estado interviene, no solo está regulando la economía o proveyendo servicios, sino que impone por la fuerza una agenda sobre el tiempo de los individuos. De este modo, la cronarquía constituye un sistema de apropiación o confiscación temporal de las personas. Veamos al respecto algunos casos concretos:

1.      El impuesto como esclavitud o trabajo forzado

La agresión cronárquica más evidente, directa y cuantificable es la tributación. Los impuestos no son simplemente una sustracción de dinero; son una sustracción del tiempo de vida que un individuo tuvo que invertir para generar ese dinero. Es crucial analizar los tributos en su esencia temporal; por ejemplo: si la carga fiscal promedio de una persona es del 20%, significa que el 20% de su tiempo laboral —2 de cada 10 horas, 1 de cada cinco días— no le pertenece. Durante ese tiempo, no está trabajando para sí mismo, para su familia o para los fines que él elija, sino que está siendo coaccionado a trabajar para los fines del poder político. Imagina ahora que el porcentaje aumenta, ¿Podemos hablar de esclavitud o de una forma normalizada de trabajo forzado?

Sea como fuere, esto tiene efectos que van más allá de la mera sustracción de recursos, ya que genera un profundo daño psicológico y una distorsión de los incentivos; en el fondo, el conocimiento de que una porción significativa del fruto de tu esfuerzo será confiscada reduce la motivación para trabajar más duro, para innovar, para asumir riesgos, etc., lo que representa una “pérdida de peso muerto”[5] que no aparece en los balances del aparato estatal, sino que es una pérdida de energía humana, de creatividad y de progreso que se disipa en la apatía o la evasión. En este marco, entonces, el “día de la liberación de impuestos” —que es el Día del año en que un ciudadano promedio teóricamente deja de trabajar para el Estado y empieza a trabajar para sí mismo— debería ser un día de luto nacional, un recordatorio anual del tiempo de vida que ha sido expropiado a todos los miembros de la población.

2.     La burocracia como ladrón del tiempo personal

Más allá de los impuestos, la cronarquía opera a través de la asfixia regulatoria y burocrática, siendo una forma de agresión más sutil, pero igualmente devastadora. Cada formulario que debe ser llenado, cada licencia que debe ser solicitada, cada fila en una oficina estatal, cada inspección que debe ser atendida, representa un robo de tiempo personal. Y si se quiere abrir un negocio, el asunto es aún peor, en muchos casos, porque, en lugar de solo apelar a las acciones que directamente tienen que ver con la operatividad del negocio, el Estado hace recorrer todo un camino para obtener los permisos y licencias necesarios para operar, así como —arbitrarias— normativas laborales complejas que requieren de la contratación de asesores solo para entenderlas, haciendo que se pierda el tiempo y recursos monetarios en ello, en lugar de operar y servir al consumidor directamente, lo antes posible. En suma, es tiempo personal consumido en el proceso burocrático impuesto por el Estado.

Ahora, multipliquemos este conjunto de transacciones burocráticas por millones de ciudadanos y empresas, y podremos vislumbrar el océano de tiempo personal que el Estado drena de la sociedad cada año. Así, y por si fuera poco, la Cronarquía regulatoria solo crea una casta de parásitos del tiempo, a saber: burócratas cuyo trabajo consiste en consumir el tiempo personal de los demás. Por lo tanto, no solo hablamos del coste de hacer negocios, sino incluso de grandes barreras existenciales no naturales —entiéndase: que responden solo a la existencia impuesta por el Estado— que muchas veces protege a las grandes corporaciones establecidas y privilegiadas, que pueden permitirse departamentos enteros para navegar la burocracia, y aplasta el espíritu del pequeño empresario. En ambos casos, sin embargo, se dedica tiempo solo para saldar las normativas arbitrarias, un tiempo personal que se pudo haber dedicado a la innovación, la creación, el descanso o el cuidado de nuestros seres queridos.

3.     El servicio militar obligatorio y el encarcelamiento

Ahora bien, la cronarquía alcanza su máxima expresión en el servicio militar obligatorio y el encarcelamiento por crímenes sin víctimas. En el caso del servicio militar obligatorio, el Estado se arroga el derecho de secuestrar a un individuo durante meses o años, expropiando la totalidad de su tiempo y controlando cada aspecto de su existencia, al punto en el que se le dice cuándo despertar, qué comer, qué vestir, qué pensar y, potencialmente, se le ordena matar o morir por causas que el individuo no ha elegido.

De manera similar, el encarcelamiento por “crímenes” que no agreden la propiedad ajena, o a un tercero —como el consumo de ciertas sustancias, la expresión de ideas impopulares o acuerdos voluntarios entre adultos— constituye una de las más graves agresiones temporales, dado que el Estado confisca violentamente años o décadas del futuro de una persona encerrándolo en la cárcel, haciendo perder su tiempo, su potencial y su proyecto de vida en una celda.

Pero la ilegitimidad e inmoralidad de éste tipo de confiscación de tiempo personal no solo reside en el tiempo robado en sí, sino también en el coste de oportunidad que representa, tendiente al infinito. En los años en el que el Estado somete el cuerpo y tiempo de los individuos, éste podría haber fundado una empresa, haber escrito una novela, haberse enamorado y formado una familia, o haber descubierto una cura para una enfermedad, o puede que simplemente no haya logrado nada de eso y se haya dedicado a sumergirse en el vicio, pero el punto es que el Estado elimina toda posibilidad de cambio para mejor, en beneficio de las personas que rodean al individuo, la sociedad, y el individuo mismo; ese futuro potencial es borrado del universo para siempre porque el Estado busca castigar al individuo por mero capricho[6].

Una deuda de tiempo personal del Estado: el contrato social como servidumbre hereditaria

Todo lo anterior encuentra su justificación más persistente y arraigada en la ficción del contrato social, en el que se fundamente una “educación” —adoctrinamiento, en realidad— que inculca que hemos consentido tácitamente ceder porciones de nuestra libertad y nuestro tiempo, a cambio de seguridad y servicios —muchas veces deficientes—. No obstante, un análisis riguroso revela este concepto no como un contrato, sino como un fraude, porque un contrato válido exige consentimiento explícito, voluntario e informado por parte de todos los firmantes, y en el caso del mal llamado “contrato social”, nadie ha firmado el pacto. Más bien, hemos nacido en él, como un siervo medieval nacía en una tierra que no le pertenecía, con obligaciones preexistentes hacia un señor que nunca eligió.

Pero, por si esto no es suficiente, lo que ha derivado de ese supuesto contrato es una deuda de tiempo personal perpetua e intergeneracional, ya que el Estado, con su insaciable apetito de gasto, recurre al endeudamiento público, consumiendo de este modo el tiempo de los ciudadanos, condenándolo a pagar dicha deuda a través de los impuestos o la inflación. En principio, lo que el Estado hace con el gasto y la deuda es hipotecar el tiempo personal de cada uno de los miembros de la sociedad que domina y dominará —presente y futuro—, porque éstos deberán invertir dicho tiempo en saldar una deuda que ellos no han tomado. Cada bono de deuda emitido por el Estado es una reclamación legal sobre la productividad futura de niños que hoy juegan en el parque y de individuos que aún no han nacido, condenándolos a un mundo donde ya se les ha impuesto una carga, una obligación de dedicar miles de horas de su vida a pagar los intereses de deudas en las que no incurrieron, para financiar proyectos que nunca aprobaron. En suma, es una forma de servidumbre hereditaria, una transferencia de cadenas temporales de una generación a la siguiente, pero normalizada como “política fiscal” en “beneficio de la sociedad”.

En este marco, el individuo no nace libre, la soberanía individual es una farsa desde el nacimiento, porque ya es un deudor temporal del aparato estatal por imposición de un gravamen que precede su elección personal. Así, la relación natural —el individuo nace libre y puede elegir asociarse a medida que desarrolla sus facultades de juicio en el tiempo— se invierte: en lugar de que el individuo sea el soberano que puede, si lo desea, contratar servicios de protección o arbitraje, el Estado se posiciona como el acreedor primordial que le permite al individuo quedarse con una porción de su propio tiempo solo después de haber cobrado su deuda impuesta. Por consiguiente, romper con la cronarquía exige repudiar la noción de deuda no consentida, reafirmando el principio de que ninguna persona tiene el derecho de vender y/o adjudicarse el tiempo de otro por medio de la fuerza.

La alternativa libertaria: un mercado de tiempo personal

¿Cuál es la alternativa a la Cronarquía? Una sociedad basada en el respeto radical al tiempo personal, en donde la disposición del propio tiempo sea un derecho supremo, y toda interacción humana tenga el escenario para que los intercambios sean voluntarios. Y tal sociedad no es una utopía abstracta, sino una simple universalización del principio que ya aplicamos en nuestras interacciones más éticas y productivas en nuestra cotidianidad, cuando el Estado no está en medio de lo que realizamos.

El mercado, en su forma más pura, no es más que un vasto sistema de intercambio voluntario de tiempo, información y talento. Cada persona que se dedica a prestar algún servicio, elige invertir su tiempo en ello, en servir, y nosotros elegimos voluntariamente compensarlo —con cosas que también requirieron inversión de nuestro tiempo—; no hay coacción, sino cooperación; cada precio, cada salario, cada contrato en un mercado libre es un reflejo de cómo millones de individuos valoran y asignan voluntariamente su tiempo personal. Por tanto, eliminar la carga fiscal coercitiva, la asfixia regulatoria y las imposiciones burocráticas, solo liberarían billones de horas de tiempo personal, que podrían aprovecharse mejor para el desarrollo del individuo y la sociedad.

En este punto, hay quienes pudieran argumentar que en un sistema así los pobres serían “forzados” por la necesidad a vender su tiempo personal por poco, pero éstos no ven que es precisamente la cronarquía la que perpetúa la pobreza, en la medida en que roba capital a través de los impuestos, destruye oportunidades con la regulación y devalúa los ahorros con la inflación, reduciendo drásticamente la acumulación de capital que es necesaria para aumentar la productividad y, con ella, los salarios reales. En una sociedad libre, el capital se acumularía más rápidamente, haciendo que el trabajo —el tiempo personal aplicado— fuera cada vez más valioso. Además, los enormes recursos hoy consumidos por el Estado estarían disponibles para la ayuda mutua y la filantropía voluntaria, formas de asistencia mucho más dignas y eficaces que la caridad forzosa y burocrática del Estado de Bienestar. En suma, la liberación del tiempo personal es, a todas luces, la mayor y más eficaz política “antipobreza” que pueda existir.

Conclusión: la abolición de la cronarquía como imperativo moral

La batalla contra la cronarquía no es solamente política o económica, como ya mencionamos, sino que tiene implicaciones filosóficas. La existencia del Estado impone al individuo de forma tiránica a interrumpir su flujo vital, su proyecto creativo, para someterse a los ritmos artificiales y externos de la burocracia y el fisco. Para Martin Heidegger, de hecho, la existencia humana —Dasein— como un “ser-allí” —o siendo-allí— intrínsecamente temporal, que está constantemente proyectándose hacia un futuro de posibilidades, es auténtica —Eigentlichkeit— cuando la persona asume la propia finitud y elije las propias posibilidades, es decir, es dueño de su propio proyecto de vida; en contraste, la existencia humana inauténtica —Uneigentlichkeit— refiere a aquella que se deja caer en el “uno” o “la gente” —das Man—, permitiendo que otros sean quienes dicten sus posibilidades y decisiones, su tiempo personal.

En este marco, podemos decir que, en buena medida, vivimos en una sociedad de seres no auténticos, porque el Estado —el cronarca— impone sus directrices y dicta las posibilidades y decisiones del tiempo personal de los miembros que la conforman. Es decir, el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones. En esencia, el Estado ataca directamente el “ser-para-sí” —o siendo-para-sí—, porque lo limita de su capacidad de ser causa de sí misma, reduciéndolo a un “ser-en-sí” —o siendo-en-sí—, es decir, a un mero objeto, un recurso a plena disposición de los burócratas, un engranaje de la maquinaria estatal. La coacción al tiempo personal es, pues, un asalto a la posibilidad misma de una vida auténtica.

Por todo ello, podemos concluir que el Estado no debe robar el tiempo personal porque constituye la misma vida de las personas, una manifestación de su existencia; pero hacerlo también es un ataque a la propiedad primigenia, la fuente de la cual emana la legitimidad de toda otra propiedad; y, por último, desde un punto de vista más utilitario, no debe hacerlo porque destruye el florecimiento humano, coarta la creatividad y la cooperación que dan paso al buen vivir en comunidad, a la civilización.


[1] Al respecto, ver: Joaquín Fuster. 2014. Cerebro y libertad: los cimientos cerebrales de nuestra capacidad de elegir. Publicado por Editorial Planeta, S. A., capítulos 3, 4 y 5.

[2] Violencia, fuerza, coacción, que son los medios por los cuales un grupo somete la voluntad de otros a su voluntad. Al respecto, ver: Franz Oppenheimer. 2014. El Estado, su historia y evolución desde un punto de vista sociológico. Traducido por Juan Manuel Baquero Vázquez y publicado por Unión Editorial.

[3] Y si apelamos a la filosofía de Heidegger, es el tiempo el ser mismo del ser humano, en tanto humano, una realidad a la que se encuentra arrojado, ser-allí —o siendo-allí—, y que debe reconocer, aceptar y, en muchos casos, afrontar para dar sentido a su existencia. Al respecto, ver: Martin Heidegger. 1927. Ser y tiempo. Edición electrónica de la Escuela de Filosofía de la Universidad ARCIS. Traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera.

[4] Alguien podría decir que una persona puede ser enterrada con cosas materiales, pero el mensaje de fondo es que, aun si eso pasa, es la condición de estar vivo lo que permite asignar valores a las cosas, por lo que para un muerto sirven las propiedades lo mismo que sirve un paraguas para un pez en el desierto. Es completamente inútil.

[5] Este es un concepto económico, también conocido como “pérdida irrecuperable de eficiencia”, que refiere a una reducción del excedente económico total, indicando una pérdida de beneficios tanto para consumidores como para productores. Con ello, se transmite la idea de que los impuestos crean un escenario en el que la sociedad en su totalidad no logra, ni logrará, alcanzar el bienestar que podría alcanzar dadas las condiciones presentes sin impuestos, porque el poder político mutila esa capacidad al limitar a los miembros que la conforman.

[6] Algunos puede que recurran a la expresión de que la cárcel para personas que realizan “crímenes” sin víctimas es una especie de “pago a la sociedad”, pero, ¿Cómo podría constituir un pago a la sociedad una sentencia de 2, 5 o 10 años por poseer estupefacientes para el consumo personal? Al contrario, sustraer ese tiempo personal deriva en mutilar muchas posibilidades futuras para el individuo y la sociedad. Este tipo de actos es la cronarquía en su manifestación más brutal, porque se secuestra la única vida que esa persona tendrá, es el secuestro de la existencia misma en nombre de una moralidad impuesta por la fuerza.

La administración pública: ¿Más Estado o mejor Estado?

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

«Es importante resaltar que un Estado limitado no es un Estado débil, sino uno que reconoce sus propios límites. No monopoliza servicios, no compite con el ciudadano y no actúa como juez y parte en los procesos económicos y sociales.»

Oriana Aranguren

Durante décadas, la administración pública ha sido concebida como la gran maquinaria encargada de ejecutar las decisiones del Estado, regular la vida de los ciudadanos, gestionar servicios y, en muchos casos, intervenir en áreas que van desde la economía hasta la cultura. Su rol tradicional ha estado íntimamente ligado al modelo estatista: uno que asume que el Estado todo lo puede, todo lo sabe y todo lo debe regular. El resultado de esto ha sido predecible en muchos países: burocracia asfixiante, ineficiencia, un sistema clientelar donde la fidelidad política vale más que la competencia técnica, falta de transparencia y, muchas veces, corrupción.

Desde la mirada liberal, esta concepción es insostenible y, en consecuencia, surge una pregunta fundamental: ¿Debe desaparecer la administración pública en un Estado limitado? La respuesta es clara: en un modelo de Estado con límites bien definidos, la administración pública no se extingue, se reinventa. Su función no es expandirse, sino servir al ciudadano; no debe complicar procesos, sino simplificarlos; no debe intervenir en cada aspecto de la vida ciudadana, sino garantizar derechos fundamentales y asegurar que las reglas del juego sean claras, justas y accesibles para todos.

Sin duda, esta concepción plantea desafíos que parecen no haber sido resueltos cuando la administración pública se desprende de los modelos de Estados intervencionistas. Estos desafíos tienen implicaciones políticas, económicas, morales y tecnológicas, que han sido desglosadas a lo largo de este escrito en un intento por comprender el ideal de una administración pública verdaderamente eficiente.

El fundamento del Estado limitado

El liberalismo parte de una premisa central: la libertad individual es un valor supremo. El Estado existe para proteger esa libertad, no para socavarla. Por tanto, su rol debe limitarse a funciones esenciales e indelegables como la justicia, la seguridad y ciertas obras de infraestructura. Toda función fuera de este marco debe ser descentralizada o delegada a la sociedad civil y al mercado, que son más dinámicos, eficientes y responsables.

Varios autores han desarrollado este concepto. John Locke, en el Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690), plantea que el Estado existe para proteger los derechos naturales del individuo: vida, libertad y propiedad. Cualquier expansión más allá de esa función debe ser cuestionada.

En la misma línea, Ludwig von Mises, en su obra Liberalismo (1927), afirma: “El Estado es el aparato de la coacción y de la compulsión. Para limitar el poder del Estado, debe restringirse su ámbito de acción.”

Es importante resaltar que un Estado limitado no es un Estado débil, sino uno que reconoce sus propios límites. No monopoliza servicios, no compite con el ciudadano y no actúa como juez y parte en los procesos económicos y sociales. En esencia, permite el desarrollo económico y social sin interferencias arbitrarias.

Entonces, ¿Cuál es el papel de la administración pública?

La idea de un Estado limitado no implica la abolición del gobierno ni la eliminación de sus estructuras operativas. Implica, más bien, una redefinición radical de sus funciones y alcances. En este marco, la administración pública —entendida como el conjunto de instituciones y personas encargadas de ejecutar las decisiones del poder político— debe asumir un nuevo rostro, coherente con los principios de eficiencia, transparencia, legalidad y respeto irrestricto a la libertad individual.

Incluso en un Estado mínimo, siempre habrá necesidad de una estructura administrativa encargada de garantizar procesos que permitan el desarrollo pleno del individuo. Su única legitimidad debe residir en su capacidad de proteger derechos, asegurar el imperio de la ley y operar los servicios esenciales con objetividad, sobriedad y transparencia.

En primer lugar, debe fungir como garante del marco legal y de la igualdad ante la ley. Esto implica una actuación guiada por normas generales e impersonales, evitando favoritismos, arbitrariedades y privilegios indebidos.

Otro aspecto fundamental es su carácter técnico, no ideológico. La administración no debe estar al servicio del partido gobernante ni convertirse en un botín político. Para ello, es clave consolidar un servicio civil profesionalizado, donde los funcionarios sean seleccionados por mérito y no por lealtades personales.

No obstante, la politización administrativa responde a una distorsión más profunda: la concentración del poder en una sola instancia. En contextos como el venezolano, esto ha significado la absorción total de los poderes públicos por parte del Ejecutivo, anulando la autonomía del Legislativo y del Judicial. El Ejecutivo actúa como una máquina cerrada, donde él mismo produce, ejecuta y valida sus decisiones, sin frenos ni contrapesos reales.

Frente a esta situación, se impone la necesidad de crear y fortalecer un sistema de contrapesos institucionales que garantice la división efectiva de poderes, preserve la autonomía de las funciones públicas y proteja al ciudadano frente al abuso de autoridad.

Finalmente, la administración pública debe operar con un alto estándar de transparencia y eficiencia. La reducción del tamaño del Estado no es únicamente un imperativo económico, sino también moral: se trata de evitar que los recursos públicos sean capturados por intereses particulares o dilapidados en estructuras inútiles. Cada gasto, cada trámite, cada política debe estar sujeta a evaluación y rendición de cuentas, abierta al escrutinio público y facilitada por herramientas de auditoría social. Es en este punto donde entran en juego dos ejes fundamentales: la tecnología y la educación ciudadana.

El uso de la tecnología para el logro de los objetivos

Transformar la administración pública bajo los principios de un Estado limitado es, sin duda, un desafío de gran envergadura. Sin embargo, esta tarea coincide con un contexto histórico favorable: el desarrollo tecnológico ofrece herramientas sin precedentes para lograrlo. Nunca ha sido más viable construir una relación directa, transparente y accesible entre el ciudadano y la administración pública. Lo que antes requería trámites presenciales y burocracia ahora puede resolverse desde una conexión a internet. La tecnología, bien empleada, es una aliada estratégica para construir instituciones más abiertas y responsables.

Podemos identificar dos grandes vertientes en las que la tecnología puede contribuir decisivamente:

1. Tecnología para facilitar procesos administrativos

La transformación digital debe enfocarse en simplificar procedimientos, reducir tiempos de espera y garantizar el acceso a servicios sin intermediarios. En este sentido, la tecnología actúa como un puente entre el Estado y el ciudadano.

Un ejemplo exitoso es el caso de Estonia, con su plataforma e-Residency, que permite a ciudadanos y residentes registrar empresas, pagar impuestos, obtener documentos y realizar trámites completamente en línea. Este sistema se apoya en bases de datos interconectadas y una identidad digital segura, incluyendo la firma electrónica, lo que garantiza la validez legal de cada operación.

Aplicado a Venezuela, sería posible desarrollar una plataforma nacional de trámites —un verdadero «Gobierno en una App»— que permita desde la emisión de partidas de nacimiento hasta la solicitud de cédulas o el pago de impuestos municipales. Esto reduciría errores, eliminaría espacios para la corrupción y aumentaría notablemente la eficiencia institucional.

2. Tecnología para la transparencia y la auditoría social

La segunda vertiente tiene un valor moral y político clave: permitir que la ciudadanía vigile al Estado. Aquí, la tecnología empodera a la sociedad civil y refuerza los contrapesos institucionales desde abajo hacia arriba.

Una herramienta prometedora en este ámbito es la tecnología blockchain, o cadena de bloques. Esta tecnología permite almacenar información de forma descentralizada, segura e inalterable. Funciona como un libro contable digital, donde cada bloque de datos está vinculado al anterior y no puede ser modificado sin alterar toda la cadena, lo que impide manipulaciones sin dejar rastro.

En el ámbito público, el blockchain podría transformar la auditoría ciudadana. Contratos, licitaciones, presupuestos y decisiones administrativas podrían registrarse automáticamente en plataformas públicas, accesibles para cualquier ciudadano en tiempo real. Esto reduciría significativamente la opacidad y convertiría al ciudadano en un actor clave del control democrático.

Llamado final: ciudadanía educada, piedra angular del cambio

Para concluir, es fundamental subrayar que ninguna reforma administrativa, por profunda que sea, podrá consolidarse sin el respaldo de una ciudadanía consciente, formada y comprometida. La eficiencia institucional y la transparencia tecnológica requieren ciudadanos capaces de interpretar la información pública, exigir cuentas y participar activamente en los asuntos colectivos. Promover una cultura cívica basada en el conocimiento de los derechos, la comprensión del funcionamiento del Estado y el uso crítico de las herramientas digitales es una tarea urgente. Solo con una ciudadanía educada será posible construir un Estado verdaderamente limitado, pero también funcional, justo y legítimo.

A un mes de la LibertyCon: actores, logros y resultados

El pasado 4 de abril, el equipo de EsLibertad Venezuela —recientemente reconocido como “Equipo del Año” por la red global Students For Liberty— realizó en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) la LibertyCon: Blockchain y Criptomonedas, el evento más importante del año para la organización, que contó con la co-organización de la Academia Blockchain de la universidad.

Bajo el lema Dinero, Poder y Privacidad, la jornada convocó a más de 200 personas en el mayor encuentro presencial realizado en Venezuela hasta la fecha, que logró reunir a destacados expertos nacionales e internacionales en criptoactivos, tecnología blockchain y Bitcoin, quienes abordaron el impacto transformador de estas herramientas sobre la economía no tradicional, la libertad y las estructuras de poder.

Entre los ponentes se encontraron figuras como Manuel Ferrari (Argentina), cofundador de Mimlabs y del protocolo Money On Chain; Roymer Rivas, Coordinador Senior de Eslibertad y teórico del Creativismo Filosófico; y Alberto Cárdenas, CEO de Emerge Funds Investments, junto a otros referentes del ecosistema cripto a nivel nacional e internacional. 

Durante las ponencias se exploraron temas como la historia y evolución del Bitcoin, el funcionamiento de la tecnología blockchain, las distorsiones de la economía venezolana y cómo las economías descentralizadas pueden representar una vía de escape frente al control estatal.

En este marco, también se destacó el rol del Bitcoin como forma de dinero independiente, que permite realizar transacciones sin intermediarios ni vigilancia institucional.

Igualmente, se discutieron las barreras emergentes que estas tecnologías representan al traer consigo la intención de vigilar, regular y controlar. Tal como lo expresó Roymer Rivas:
“Hoy nos encontramos en una encrucijada histórica; un punto de inflexión que definirá si el siglo XXI será recordado como la era del renacimiento tecnológico y la emancipación individual, o como la era de la vigilancia total, el control absoluto y la sumisión voluntaria.”

Cabe señalar que el eje transversal de la LibertyCon, organizado por un equipo de once jóvenes prometedores provenientes de la región central del país, fue la defensa de las economías descentralizadas como herramientas para fortalecer la libertad de los ciudadanos.

En entrevista para ContraPoder News, Oriana Aranguren, Coordinadora Nacional de Eslibertad Venezuela y anfitriona del evento, expresó:

“Desde Estudiantes por la Libertad promovemos espacios donde las ideas liberales puedan conectarse con la realidad cotidiana de cada persona. Nuestro objetivo es incentivar la reflexión sobre el valor de la acción individual, la relevancia de la libertad económica y la defensa de los derechos fundamentales como pilares esenciales para construir una sociedad más justa y próspera. En esta oportunidad, centramos la conversación en el potencial de la tecnología —especialmente el blockchain— como una herramienta transformadora que puede fortalecer la autonomía individual.”

Oriana Aranguren, coordinadora nacional de EsLibertad Venezuela, desde la plataforma en la LibertyCon de Caracas 2025 BlockChain y Criptomonedas

A un mes de la LibertyCon, los resultados hablan por sí solos. A pesar del contexto hostil del país, —desde el conocimiento y la acción— los jóvenes forman una comunidad cada vez más activa, informada y comprometida con la defensa de la libertad y la ciudadanía bien informada.

La LibertyCon 2025 llega a la UCAB para debatir sobre el futuro del dinero, el poder y la privacidad en Venezuela

La organización Estudiantes por la Libertad Venezuela (EsLibertad Venezuela) estableció una alianza con la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) para celebrar su evento anual más importante: la LibertyCon, que reunirá a expertos y entusiastas en Blockchain, las criptomonedas y la filosofía para discutir sobre cómo el uso de estas tecnologías podría incidir en la forma en la que se comprende la libertad, el dinero y la privacidad.

El próximo 4 de abril de 2025, la UCAB abrirá sus puertas a esta edición de la LibertyCon 2025, titulada “Blockchain y Criptomonedas: Dinero, poder y privacidad”, un evento que promete establecerse como un espacio de aprendizaje, debate y conexión para todos aquellos interesados en el impacto de la tecnología en la construcción de un futuro más libre y próspero.

Reconocidos expertos en blockchain, criptomonedas y filosofía compartirán sus conocimientos y experiencias, abordando temas clave como el potencial de estas tecnologías para impulsar la innovación, la libertad económica y el progreso de la civilización.

La conversación será enriquecida por los aportes de la Academia Blockchain, Cripto & Trading y del Centro de Estudiantes de Economía; que, en representación de la UCAB, reunirán a referentes del ecosistema cripto y financiero a nivel regional, con la finalidad de construir un espacio que contemple aspectos éticos, técnicos, sociales y humanísticos que fortalezcan el valor académico de este intercambio. También, diferentes aliados de Eslibertad Venezuela participarán en este espacio para contribuir con su visión sobre la descentralización económica y el impacto de las criptomonedas, fomentando el debate  sobre sus desafíos y oportunidades.

El evento busca destacar el papel fundamental de la libertad en el desarrollo y la adopción de tecnologías disruptivas, y cómo estas pueden empoderar a las personas, promover la transparencia y fomentar la creación de un mundo más libre y, por tanto, justo.

¡Tú puedes ser parte de este evento y empezar a construir el país del mañana! Regístrate en este enlace para obtener una entrada gratuita para la LibertyCon Caracas ¡Los cupos son limitados! 

Estas son las coordenadas:

Fecha: 04 de abril de 2025

Lugar: Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), Caracas, Venezuela.

Tema Central: Blockchain y Criptomonedas: Dinero, poder y privacidad

Para más información, puedes visitar la página oficial, presionando aquí.

Argentina acelera su desinflación con Milei: el IPC anual cae del 190% al 25%

Javier Milei ha vivido un mes de noviembre muy relevante en el plano internacional. Primero fue su visita a EE. UU. donde participó en la ceremonia que sirvió como celebración de la victoria de Donald J. Trump en las elecciones presidenciales del país norteamericano.

En este Escenario, Milei compartió protagonismo con el magnate empresarial Elon Musk, quien ha afirmado que tomará como modelo las políticas de desregulación aplicadas en Argentina para guiar su función en el futuro gobierno de Trump, a quien asesorará en materia de simplificación y desregulación.

También, la visita a EE. UU. ha servido para avanzar a Trump su propuesta de reordenar los pasivos acumulados por los anteriores gobiernos con el Fondo Monetario Internacional, com la idea de contar con el apoyo de Trump a la hora de mejorar las condiciones ofrecidas a Argentina, en el marco de un programa de compra de bonos soberanos que «rescató» al país suramericano de la quiebra a cambio de suscribir obligaciones por valor de USD$ 44.000 millones.

Después llegó el paso de Milei por la cumbre del G-20 celebrada en Brasil, un encuentro durante el cual se desmarcó de la Agenda 2030 y defendió sin complejos la adopción de una agenda de capitalismo y libertad económica como mejor forma de reducir la pobreza y mejorar el desarrollo humano a nivel global.

«No cuenten con nosotros», advirtió el mandatario libertario a quienes esperen que su país se sume a la agenda intervencionista que defienden otros gobernantes como Lula da Silva, el presidente socialista brasileño con el que mantuvo un frío y breve encuentro protocolario de escasa duración.

En medio de estos compromisos, la actualidad doméstica también ha dejado buenas noticias para su gabinete, pues, por ejemplo, ha trascendido que Fitch revisará al alza la calificación crediticia del país del Cono Sur. La nota pasará de CCC a CC como muestra de «una mayor confianza en la capacidad de pago de la deuda soberana».

El estudio de la agencia de rating destaca «la repatriación de capitales favorecida con la amnistía fiscal», que ha movilizado más de 18.000 millones de dólares, y aplaude «el surgimiento de nuevas vías de captación de inversión foránea», aunque destaca lo importante que es seguir resolviendo el desaguisado monetario heredado por el actual gobierno tras la trayectoria de hiperinflación que dejó el peronismo.

En lo que respecta a la inflación de precios, los últimos datos divulgados por el gobierno han dado alas a los más optimistas, puesto que el IPC de octubre fue el más bajo desde 2021, con un incremento mensual de 2,7% que se sitúa muy por debajo de los crecimientos del 25% que heredó el actual gobierno.

En este marco JP Morgan cree que, a finales de 2025, el IPC anual habrá descrito un repunte anual del 25%, un notable avance en comparación con el 190% que se estima para los doce últimos meses, en los cuales ha empezado a alcanzarse la ansiada desinflación.

Cabe señalar que, para contener la inflación, el gobierno ha acumulado diez meses de superávit presupuestario que se traducen en un saldo positivo equivalente al 0,5% del PIB. Si todo continúa como hasta ahora, 2024 será el primer año en el que Argentina no tiene las cuentas en números rojos desde el ejercicio 2008.

En paralelo, el gobierno ha anunciado que quiere facilitar la exploración de los yacimientos de gas y petróleo de Vaca Muerta, con ánimo de generar hasta USD$ 30.000 millones anuales de actividad adicional por esta vía.

Precisamente es este tipo de propuestas las que están contribuyendo a apuntalar la reducción del riesgo país, que ya ha caído por debajo de los 800 puntos y sitúa la prima de riesgo 1.130 puntos por debajo de las cotas que heredó Milei cuando llegó a la presidencia el pasado diciembre.