
«… una comunidad que se organiza para limpiar un parque o crear una biblioteca local, más que generar un impacto social y un sentido de logro que ninguna acción gubernamental puede replicar, demuestra cuan fuerte es su sociedad«
Oriana Aranguren
¿Para qué votar si al final nada cambia? ¿Para qué involucrarse en los asuntos de la comunidad si las decisiones importantes se toman en despachos lejanos, por personas a las que nunca conoceremos? Estas preguntas, que resuenan cada vez con más fuerza en las conversaciones cotidianas y se reflejan en las crecientes tasas de abstención electoral de muchas democracias consolidadas, no son meros síntomas de cinismo, más bien son el eco de una queja profunda que adolece el sistema que tanto nos ha costado construir: la Democracia, una fatigada.
Tradicionalmente, entendemos la Democracia como el derecho a elegir a nuestros gobernantes, en un escenario de cultura de participación activa, donde los ciudadanos son los protagonistas de su destino colectivo, o al menos así lo venden. Sin embargo, este ensayo argumenta que la expansión desmedida del Estado y su intervención en casi todos los aspectos de la vida, lejos de fortalecer la Democracia, puede estar generando precisamente una fatiga cívica, es decir, que el ciudadano opte por no inmiscuirse en los asuntos públicos y, en casos extremos, hasta se olvide del sentido de comunidad con sus más cercanos.
La paradoja de nuestro tiempo es que, en el afán de crear un Estado que nos proteja y solucione todos nuestros problemas, de hecho, estamos debilitando la voluntad ciudadana para gobernarse a sí misma, demostrando, de esta manera, que no es que la Democracia esté condenada a fallar por sí misma, sino que el exceso de un tipo de régimen la asfixia lentamente: la hipertrofia del Estado.
El Estado omnipresente: cuando la solución se vuelve parte del problema
Para comprender esta dinámica, es crucial definir qué entendemos por “hipertrofia de Estado”. En principio, no se trata simplemente de una cuestión de tamaño presupuestario o de número de funcionarios públicos, sino de su alcance. Un Estado se vuelve excesivo, gigante, cuando trasciende sus funciones esenciales —que, si partimos de un pensamiento más minarquista, es: garantizar la seguridad, impartir justicia y proteger los derechos fundamentales— para convertirse en el gestor principal, y a menudo exclusivo, de la economía, la educación, la salud, el bienestar social e incluso de las decisiones más íntimas de la vida cotidiana, actuando bajo la premisa de ser una entidad omnisciente y benevolente, cuya intervención es necesaria para corregir cualquier imperfección de la sociedad —con la retorica de que es para el mismo bien de la sociedad, el “bien común”—.
Esta omnipresencia e hipertrofia se manifiesta en una abrumadora centralización de las decisiones, es decir, cuando el poder para regular, financiar y administrar se concentra en aparatos burocráticos centrales que reduce drásticamente el espacio para la iniciativa individual y la autoorganización comunitaria, dejando en manos de los políticos el destino de millones de personas. Sin embargo, si el Estado “lo resuelve todo” o, más precisamente, “lo regula todo” —como les gusta a los socialistas—, la pregunta lógica que emerge en la mente del ciudadano es: ¿Para qué debo involucrarme? Esto es: que cuando el Estado es grande, la necesidad de asumir responsabilidades a nivel local o personal disminuye, ya que existe una entidad superior encargada de ello —o que dice encargarse—, por lo que el resultado es una ciudadanía que aprende a esperar en lugar de actuar, a solicitar en lugar de crear, en suma, a no ser proactiva a la hora de solucionar sus mismos problemas —por más pequeños que sean en muchos casos—.
Podemos ilustrar este fenómeno con ejemplos claros y concretos: en la economía, una regulación excesiva, a menudo justificada por la protección del consumidor o la estabilidad del mercado, puede convertirse en una barrera insalvable para la pequeña empresa y el emprendimiento, pues la maraña de permisos, licencias e inspecciones no solo consume tiempo y recursos que podrían destinarse a la innovación, sino que disuade a muchos de siquiera intentarlo. De este modo, el ciudadano no percibe al Estado como un árbitro justo, sino como un guardián burocrático que sofoca la iniciativa y, con ello, la capacidad de la sociedad para generar riqueza y empleo de forma orgánica. ¿El resultado? La responsabilidad de la prosperidad se traslada íntegramente a las políticas gubernamentales.
Pero vayamos ahora a lo cotidiano, a la comunidad: donde vivo, por ejemplo, extremadamente muy pocos vecinos —menos del 2% de una población de 500 casas, donde hay, en promedio, 3 personas por cada una— se preocupan por arreglar el problema de alcantarillado, porque esperan que el Estado venga a solucionarlo, a pesar de que han pasado meses sin respuesta y de que, como estamos en época de lluvia, la calle de desborda casi todos los días. Y estoy segura que podemos encontrar muchos casos como estos en muchos lugares donde el Estado medie todas las interacciones humanas.
Esto ilustra como un Estado, que dice ser muchas veces “de Bienestar”, que pretende cubrir cada contingencia de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, puede, sin quererlo —o a veces queriendo, no subestimemos las ansias de poder de muchos políticos—, erosionar las redes de apoyo naturales, como es el caso de la caridad, la ayuda mutua y la filantropía, que históricamente fueron pilares de la cohesión comunitaria, y que se ven opacadas o sustituidas por programas estatales impersonales. Si nos detenemos un poco y observamos a las personas en nuestra cotidianidad, veremos cómo diariamente, por solo mencionar un ejemplo, la responsabilidad por el vecino en apuros se delega a una agencia gubernamental, transformando un acto de solidaridad voluntaria en una obligación fiscal anónima. Así, la comunidad deja de ser una red de apoyo mutuo para convertirse en una colección de individuos que dirigen sus demandas hacia el mismo proveedor central: el Estado.
La erosión de la responsabilidad y la iniciativa cívica
Como ya mencionamos, el modelo de Estado omnipresente tiene una consecuencia psicológica y social devastadora: la erosión sistemática de la responsabilidad individual y la iniciativa cívica, puesto que, a medida que el gobierno asume más y más funciones, los ciudadanos son sutilmente reeducados para delegar sus responsabilidades. De esta manera, los problemas que antes se consideraban del ámbito personal, familiar o comunitario —la educación de los hijos, el cuidado de los ancianos, la seguridad del barrio— pasan a ser percibidos como “problemas del Estado”. En resumen, el ciudadano deja de ser un agente activo, un protagonista de su propia vida y la de su comunidad, y pasa a ser un cliente pasivo, un receptor de servicios, un mero espectador de las políticas públicas.
Esta delegación genera una profunda desconexión entre el esfuerzo individual y el resultado colectivo, deja de haber sentido de pertenencia, lo cual lleva a que, cuando surja un problema social, como el deterioro de un espacio público, la respuesta instintiva ya no es “organicémonos para solucionarlo”, sino “exijamos al gobierno que actúe”. Como el ciudadano paga sus impuestos y emite su voto, cree que todo acaba allí, sin reparar en que el vínculo directo entre su contribución y la mejora tangible de su entorno se vuelve opaco y distante en un régimen de Estado centralizado, dominado por un grupo pequeño que, por lo general, se encuentra muy distante de los problemas de la mayoría.
En este punto, se hace necesario recordar que el proceso burocrático es lento, impersonal y, a menudo, frustrante, y, junto a la falta de retroalimentación positiva, aniquila la motivación para participar. Por ello, el libertario debe velar por fortalecer a la comunidades, construir las cosas de abajo hacia arriba, porque una comunidad que se organiza para limpiar un parque o crear una biblioteca local, más que generar un impacto social y un sentido de logro que ninguna acción gubernamental puede replicar, demuestra cuan fuerte es su sociedad, fundamentada en la libre interacción entre sus miembros, unos que cooperan y se coordinan para solucionar problemas comunes. Entendiendo esto, entonces, podemos comprender que, cuando se priva a las personas de estas oportunidades, por extensión se les priva también de los músculos de la ciudadanía.
La Democracia como espectáculo
No obstante, cuando la ciudadanía activa se retrae, puede que la Democracia no desaparezca del todo —ya dependerá de la concepción que tenga cada uno sobre el término—, pero sin duda alguna se transforma en algo muy distinto: un espectáculo, porque la participación se reduce a su mínima expresión, convirtiendo el voto en un acto cada vez más pasivo y ritualista. En lugar de ser la culminación de un proceso de deliberación e implicación continua sobre asuntos públicos, las elecciones se convierten en un acto esporádico de adhesión o de protesta, sin repercusión significativa alguna para un cambio.
En un escenario así, los ciudadanos no eligen a representantes para que ejecuten una voluntad común que ellos mismos han ayudado a formar, sino que escogen a la figura o al partido que promete ser el “gestor” más eficiente de la enorme maquinaria estatal. Es decir, se vota por quien administrará mejor nuestras vidas desde arriba, no por quien nos facilitará las herramientas para administrarlas nosotros mismos desde abajo, convirtiendo a la política en un producto de consumo, y a los ciudadanos en meros espectadores que aplauden o abuchean desde la grada.
Asimismo, otra de las consecuencias más peligrosas de este modelo es la intensificación de la polarización y el tribalismo, porque cuando el Estado concentra un poder tan inmenso sobre los recursos, la economía y la vida social, el control del gobierno se convierte en el premio máximo, en un juego de suma cero en el que ganar una elección ya no significa simplemente tener la oportunidad de implementar un programa político, sino obtener el poder de moldear la sociedad entera a imagen y semejanza de la propia ideología, sin contrapeso ciudadano alguno. En este contexto, la facción contraria —la “oposición”— ya no es vista como un adversario con ideas diferentes con quien se puede convivir en un marco de libertad, sino como una amenaza existencial que, si alcanza el poder, utilizará el aparato estatal para imponer su visión y sus valores sobre todos los demás.
En última instancia, la política deja de ser un debate sobre cómo administrar lo común para convertirse en una guerra cultural por el control total, y las personas comienzan a pelear por ver quien puede hacerse con dicho poder, sea de forma directa o indirecta —aprovechando los amigos que sí tienen capacidad de decisión o incidencia—, siendo una confrontación por el control del Estado que absorbe toda la energía cívica, dejando poco espacio para la cooperación y el consenso.
Tan solo vea las discusiones y/o debates de los políticos, o quienes pretenden serlo: el foco de todas ellas, en gran medida —si acaso no por completo— se centra casi exclusivamente en lo que el gobierno hace, deja de hacer o debería hacer; el progreso y el bienestar se miden en términos de gasto público, nuevas regulaciones o programas estatales, distorsionando por completo la noción de una sociedad próspera. Todo, menos fijar la vista en las ideas de libertad, en que la verdadera riqueza se crea a través de la innovación empresarial, la cooperación voluntaria, la fortaleza de las familias y la vitalidad de las comunidades locales.
Hacia una sociedad con alta y fortalecida participación cívica
En conclusión, la tesis es clara y preocupante: el crecimiento desmedido del alcance estatal, aunque a menudo bien intencionado, provoca una peligrosa fatiga democrática, fomenta la pasividad, erosiona la responsabilidad individual, desconecta al ciudadano de los resultados y convierte la política en una batalla campal por el control de un poder centralizado. Es necesario entender que la apatía y el cinismo no surgen de la nada, más bien son respuestas lógicas a un sistema que relega al ciudadano al papel de espectador de su propia vida y sus propios problemas
La solución, por tanto, no puede encontrarse en más intervención estatal o en programas diseñados desde arriba para “fomentar la participación”, porque hacerlo es como intentar apagar un fuego con gasolina, sino que debe pasar por una reconsideración fundamental del papel del Estado, donde se reduzca su alcance y se devuelva el poder y responsabilidad a los individuos, las familias y las comunidades locales. En suma, se trata de aplicar el principio de subsidiariedad, a saber: que los problemas se resuelvan al nivel más bajo y cercano al ciudadano posible. Esto no implica necesariamente la aniquilación del Estado, sino su reubicación en lo que algunos consideran su justo y limitado lugar: como garante de la libertad, no como administrador de la vida —aunque los anarcocapitalistas sostendrían que para todo ello habría que eliminar el Estado por completo; pero eso es otro debate que aquí no compete—.
La tarea es monumental, porque requiere un cambio de paradigma tanto en gobernantes como en gobernados. En nuestro caso, los comunes, los civiles, quienes no pertenecemos a la alta jerarquía de la estructura estatal, comprender este asunto nos obliga a hacernos una pregunta incómoda: ¿Hemos delegado en el Estado, probablemente muy grande, nuestras responsabilidades, al punto en el que ahora nos está privando del oxígeno necesario para ser ciudadanos libres y responsables? Es para reflexionar. Por otro lado, y probablemente tocando un punto más profundo, cabe preguntarse: ¿Es posible mantener una Democracia vibrante cuando el Estado absorbe cada vez más facetas de nuestra existencia, dejándonos sin nada propio que construir, defender y amar? La respuesta que demos a esta pregunta definirá la salud de nuestras democracias en el siglo XXI, una salud que, a mi juicio, es paupérrima, pero aún así deja espacio al debate.