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Imagen ilustrativa de la Cronarquía estatal, (Contra Poder News / Oriana Aranguren)

La cronarquía del Estado: ¿Cómo el Estado se adueña de tu tiempo y por qué no debería hacerlo?

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Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

«el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones«

Oriana Aranguren

En su búsqueda incesante por el sentido, el ser humano ha medido, dividido y conceptualizado el tiempo. Así, ha logrado convertirlo en calendarios, horarios, cronómetros, o cualquier otra cosa que refiera a esa coordenada en lo que conocemos como “espacio-tiempo” de lo que se habla en el campo de la física, y que muchas veces lo reducimos en la cotidianidad a una herramienta de organización, o una métrica de productividad. No obstante, este tiempo solo nos contiene; es decir, es la realidad en la que nos encontramos sumergidos, no nos pertenece en sentido estricto, no lo controlamos.

Caso distinto es el tiempo de la experiencia vivida, la percepción que tenemos de la misma, marcada por la subjetividad de cada individuo, y que lleva a que, por ejemplo, aprehendamos de diversas formas la duración subjetiva de un beso con un ser querido, la eternidad de un momento de pánico, la fugacidad de una década feliz. En lo que respecta a este tiempo, que llamaremos: tiempo de la consciencia, no es un contenedor, sino que es parte esencial del contenido mismo de nuestra existencia, en constante devenir. Los segundos que transcurren en el reloj no son una simple marca, sino un fragmento irrecuperable de nuestra propia existencia, impregnada de percepciones, razones, sentidos, significados. En suma, podría decirse que es el sostén de la vida humana, en la medida en que es el fundamento sobre la cual se erigen nuestras elecciones, proyectos y anhelos.

Esta afirmación no es una mera pretensión filosófica abstracta sin ningún tipo de sustento; ya estudios sobre neurociencia muestran cómo la percepción del tiempo, pasado, presente, futuro, convergen en el aquí y ahora para que el individuo pueda elegir, establecerse metas y visualizar el camino a seguir para poder alcanzar lo que se propone. Todas las funciones del cerebro, en sinergia, hace que siempre vea hacia el futuro —prospectividad—, uno de apreciación subjetiva que se enmarca, a su vez, en las otras dos patas de la mesa de la temporalidad: pasado y presente[1].

Desde esta perspectiva, el principio libertario de la propiedad de uno mismo —self-ownership, en inglés—, es decir, la idea de que cada persona es el único y exclusivo dueño de su cuerpo y mente, encuentra su manifestación más tangible en la propiedad sobre nuestro propio tiempo. Esto es: ser dueño de uno mismo significa ser dueño de cada momento que compone nuestra vida; y ser dueño de mi vida no es otra cosa que ser dueño del tiempo con el que cuento para desarrollarme, en tanto individuo. Cada decisión sobre cómo asignar ese tiempo físico —segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, etc.—, el cual sobra significado para mí gracias al tiempo de la consciencia, que asigna valores, es un acto de soberanía —o debería serlo—. Negar esa condición, y permitir su violación, es atacar en gran medida la misma naturaleza humana y, por extensión, la libertad en su raíz, que es precisamente lo que hace el principal agresor contra la libertad humana: el Estado.

En el presente texto me propongo desarrollar la idea self-ownership hasta las últimas consecuencias, argumentando que el “tiempo personal”, marcado por ese (i) “tiempo físico” y (ii) la experiencia de ella —tiempo de la consciencia—, constituye una esfera de la soberanía individual que debería ser inviolable, pero que el Estado se ha encargado de socavarla sistemáticamente, creando una especie de estructura en el que se ejerce un control ilegítimo sobre el tiempo de los individuos, tratándolo como un recurso público susceptible de ser confiscado, administrado y redistribuido por la fuerza. En última instancia, el Estado en sí mismo constituye una “Cronarquía” —crono, de tiempo; arquía, de gobierno o poder—, es decir, un régimen en el que se ejerce coacción y somete al tiempo de las personas, porque se opera bajo la presunción de que el tiempo personal de los individuos es un recurso colectivo, una reserva a disposición del poder político[2]. Por ello, la cronarquía estatal, el Estado en sí mismo, es moralmente inaceptable y constituye la forma más íntima y totalitaria de opresión.

Veamos las implicaciones de esto:

El tiempo personal: una propiedad primigenia

En la tradición filosófica liberal, partiendo de John Locke, la propiedad se origina cuando el individuo mezcla su trabajo con un recurso natural no poseído, extendiendo se esa forma su propiedad sobre sí mismo a los objetos externos con los que se haga a través de su trabajo y esfuerzo. Así, un individuo es dueño de la tierra que cultiva o de los recursos que transforma. Sin embargo, aunque es un argumento poderoso, se detiene un paso antes del origen de todo, porque no repara en que ese acto de mezclar el trabajo con la naturaleza presupone un elemento anterior y más fundamental, a saber: el tiempo invertido en dicho trabajo.

Antes del trabajo, está el tiempo personal; antes de que exista propiedad sobre la tierra arada, la herramienta forjada o la casa construida para el refugio, está la necesidad de ser propietarios de las horas de vida dedicadas a la creación de todas las cosas. En principio, el trabajo no es más que la aplicación de la energía y la inteligencia de un individuo a lo largo de un segmento de tiempo; por lo tanto, el tiempo invertido en llevar a cabo alguna acción es el componente crucial que transfiera la propiedad. El tiempo personal es, ante todo, el capital primigenio de la existencia humana; en otras palabras, el tiempo personal no es solo la condición para crear propiedad, sino que es la forma más pura de capital humano.

Esto cobra mayor sentido cuando caemos en cuenta que el ser humano puede nacer sin tierras, sin bienes, pero nace con un capital: tiempo, uno personal, por lo cual constituye: tiempo personal, tiempo de vida[3]. Es el tiempo personal, el experienciar el mundo en un plano intertemporal, el medio existencial en el que toda otra propiedad se adquiere, se utiliza y se disfruta. Sin tiempo, la propiedad de las cosas es inútil. En este marco, hemos de recordar un refrán trillado, pero de gran profundidad, para efectos del mensaje transmitido hasta ahora: “nadie se lleva cosas materiales cuando muere”[4]; un palacio, una biblioteca o una fortuna son estériles para quien no tiene tiempo para habitarlos, leerlos o gastarlos. He aquí una verdad fundamental, irrefutable: el valor de todas las propiedades es contingente y derivado del valor primario del tiempo de vida del individuo que los posee.

De hecho, esta propiedad original sobre el tiempo posee características únicas que la hacen aún más fundamental que la propiedad sobre objetos, ya que cumple y supera el famoso “proviso” de Locke, que exige que, al apropiarse de algo, uno debe dejar “suficiente y de igual calidad” para los demás —con el fin de evitar el monopolio de bienes, asegurando que la apropiación no perjudique a otros—. A modo de ilustración: mi decisión de dedicar mi lunes a escribir un libro no disminuye en absoluto el lunes del que dispone mi vecino para construir una silla, o lo que sea que quiera hacer con su tiempo. En pocas palabras, el acervo de tiempo no es un bien común divisible que uno pueda acaparar en detrimento de otros, porque cada individuo llega al mundo con su propio e intransferible caudal de tiempo personal. En principio, puede que estemos hablando de la dotación más equitativamente distribuida en el origen de la existencia humana, aunque su duración medida por la física —(i)— sea incierta para todos, pero que cada uno experimenta de forma única —(ii)—.

Esta soberanía temporal no es una mera abstracción, más bien es la condición de posibilidad de la libertad misma, es decir, de esa condición en la que podemos actuar según nuestras preferencias, sin que medie la coacción. Los libertarios hoy hablan de “auto-propiedad”, pero no reparan en ese eslabón que sustenta y hace posible la manifestación práctica y continua de dicha auto-propiedad: el tiempo personal. Ser dueño de uno mismo significa, momento a momento, ser el único con el derecho a decidir qué hacer con el siguiente instante; no es un lujo, sino la definición operativa de una vida humana libre. Por ello, cada decisión sobre el uso de nuestro tiempo es una reafirmación de nuestra naturaleza, y ceder el control sobre ello no es como ceder el control sobre un objeto, sino cederlo sobre nuestra propia identidad y proyecto de vida. En este sentido, entonces, cualquier agresión contra el tiempo personal es una agresión directa contra el ser de cada individuo.

La cronarquía en acción: anatomía de la agresión temporal del estado

Lo anterior tiene implicaciones políticas bastante profundas, pues, si aceptamos que el tiempo es la propiedad más fundamental del individuo, la mayoría de las acciones del Estado deben ser reevaluadas, porque el Estado es el mayor “cronarca”, es decir, el principal agresor contra el tiempo personal de las personas. De diversas formas, obvias o sutiles, la mayoría de las agresiones estatales son consistentes con la expropiación forzosa de fragmentos de la vida de los individuos; cuando el Estado interviene, no solo está regulando la economía o proveyendo servicios, sino que impone por la fuerza una agenda sobre el tiempo de los individuos. De este modo, la cronarquía constituye un sistema de apropiación o confiscación temporal de las personas. Veamos al respecto algunos casos concretos:

1.      El impuesto como esclavitud o trabajo forzado

La agresión cronárquica más evidente, directa y cuantificable es la tributación. Los impuestos no son simplemente una sustracción de dinero; son una sustracción del tiempo de vida que un individuo tuvo que invertir para generar ese dinero. Es crucial analizar los tributos en su esencia temporal; por ejemplo: si la carga fiscal promedio de una persona es del 20%, significa que el 20% de su tiempo laboral —2 de cada 10 horas, 1 de cada cinco días— no le pertenece. Durante ese tiempo, no está trabajando para sí mismo, para su familia o para los fines que él elija, sino que está siendo coaccionado a trabajar para los fines del poder político. Imagina ahora que el porcentaje aumenta, ¿Podemos hablar de esclavitud o de una forma normalizada de trabajo forzado?

Sea como fuere, esto tiene efectos que van más allá de la mera sustracción de recursos, ya que genera un profundo daño psicológico y una distorsión de los incentivos; en el fondo, el conocimiento de que una porción significativa del fruto de tu esfuerzo será confiscada reduce la motivación para trabajar más duro, para innovar, para asumir riesgos, etc., lo que representa una “pérdida de peso muerto”[5] que no aparece en los balances del aparato estatal, sino que es una pérdida de energía humana, de creatividad y de progreso que se disipa en la apatía o la evasión. En este marco, entonces, el “día de la liberación de impuestos” —que es el Día del año en que un ciudadano promedio teóricamente deja de trabajar para el Estado y empieza a trabajar para sí mismo— debería ser un día de luto nacional, un recordatorio anual del tiempo de vida que ha sido expropiado a todos los miembros de la población.

2.     La burocracia como ladrón del tiempo personal

Más allá de los impuestos, la cronarquía opera a través de la asfixia regulatoria y burocrática, siendo una forma de agresión más sutil, pero igualmente devastadora. Cada formulario que debe ser llenado, cada licencia que debe ser solicitada, cada fila en una oficina estatal, cada inspección que debe ser atendida, representa un robo de tiempo personal. Y si se quiere abrir un negocio, el asunto es aún peor, en muchos casos, porque, en lugar de solo apelar a las acciones que directamente tienen que ver con la operatividad del negocio, el Estado hace recorrer todo un camino para obtener los permisos y licencias necesarios para operar, así como —arbitrarias— normativas laborales complejas que requieren de la contratación de asesores solo para entenderlas, haciendo que se pierda el tiempo y recursos monetarios en ello, en lugar de operar y servir al consumidor directamente, lo antes posible. En suma, es tiempo personal consumido en el proceso burocrático impuesto por el Estado.

Ahora, multipliquemos este conjunto de transacciones burocráticas por millones de ciudadanos y empresas, y podremos vislumbrar el océano de tiempo personal que el Estado drena de la sociedad cada año. Así, y por si fuera poco, la Cronarquía regulatoria solo crea una casta de parásitos del tiempo, a saber: burócratas cuyo trabajo consiste en consumir el tiempo personal de los demás. Por lo tanto, no solo hablamos del coste de hacer negocios, sino incluso de grandes barreras existenciales no naturales —entiéndase: que responden solo a la existencia impuesta por el Estado— que muchas veces protege a las grandes corporaciones establecidas y privilegiadas, que pueden permitirse departamentos enteros para navegar la burocracia, y aplasta el espíritu del pequeño empresario. En ambos casos, sin embargo, se dedica tiempo solo para saldar las normativas arbitrarias, un tiempo personal que se pudo haber dedicado a la innovación, la creación, el descanso o el cuidado de nuestros seres queridos.

3.     El servicio militar obligatorio y el encarcelamiento

Ahora bien, la cronarquía alcanza su máxima expresión en el servicio militar obligatorio y el encarcelamiento por crímenes sin víctimas. En el caso del servicio militar obligatorio, el Estado se arroga el derecho de secuestrar a un individuo durante meses o años, expropiando la totalidad de su tiempo y controlando cada aspecto de su existencia, al punto en el que se le dice cuándo despertar, qué comer, qué vestir, qué pensar y, potencialmente, se le ordena matar o morir por causas que el individuo no ha elegido.

De manera similar, el encarcelamiento por “crímenes” que no agreden la propiedad ajena, o a un tercero —como el consumo de ciertas sustancias, la expresión de ideas impopulares o acuerdos voluntarios entre adultos— constituye una de las más graves agresiones temporales, dado que el Estado confisca violentamente años o décadas del futuro de una persona encerrándolo en la cárcel, haciendo perder su tiempo, su potencial y su proyecto de vida en una celda.

Pero la ilegitimidad e inmoralidad de éste tipo de confiscación de tiempo personal no solo reside en el tiempo robado en sí, sino también en el coste de oportunidad que representa, tendiente al infinito. En los años en el que el Estado somete el cuerpo y tiempo de los individuos, éste podría haber fundado una empresa, haber escrito una novela, haberse enamorado y formado una familia, o haber descubierto una cura para una enfermedad, o puede que simplemente no haya logrado nada de eso y se haya dedicado a sumergirse en el vicio, pero el punto es que el Estado elimina toda posibilidad de cambio para mejor, en beneficio de las personas que rodean al individuo, la sociedad, y el individuo mismo; ese futuro potencial es borrado del universo para siempre porque el Estado busca castigar al individuo por mero capricho[6].

Una deuda de tiempo personal del Estado: el contrato social como servidumbre hereditaria

Todo lo anterior encuentra su justificación más persistente y arraigada en la ficción del contrato social, en el que se fundamente una “educación” —adoctrinamiento, en realidad— que inculca que hemos consentido tácitamente ceder porciones de nuestra libertad y nuestro tiempo, a cambio de seguridad y servicios —muchas veces deficientes—. No obstante, un análisis riguroso revela este concepto no como un contrato, sino como un fraude, porque un contrato válido exige consentimiento explícito, voluntario e informado por parte de todos los firmantes, y en el caso del mal llamado “contrato social”, nadie ha firmado el pacto. Más bien, hemos nacido en él, como un siervo medieval nacía en una tierra que no le pertenecía, con obligaciones preexistentes hacia un señor que nunca eligió.

Pero, por si esto no es suficiente, lo que ha derivado de ese supuesto contrato es una deuda de tiempo personal perpetua e intergeneracional, ya que el Estado, con su insaciable apetito de gasto, recurre al endeudamiento público, consumiendo de este modo el tiempo de los ciudadanos, condenándolo a pagar dicha deuda a través de los impuestos o la inflación. En principio, lo que el Estado hace con el gasto y la deuda es hipotecar el tiempo personal de cada uno de los miembros de la sociedad que domina y dominará —presente y futuro—, porque éstos deberán invertir dicho tiempo en saldar una deuda que ellos no han tomado. Cada bono de deuda emitido por el Estado es una reclamación legal sobre la productividad futura de niños que hoy juegan en el parque y de individuos que aún no han nacido, condenándolos a un mundo donde ya se les ha impuesto una carga, una obligación de dedicar miles de horas de su vida a pagar los intereses de deudas en las que no incurrieron, para financiar proyectos que nunca aprobaron. En suma, es una forma de servidumbre hereditaria, una transferencia de cadenas temporales de una generación a la siguiente, pero normalizada como “política fiscal” en “beneficio de la sociedad”.

En este marco, el individuo no nace libre, la soberanía individual es una farsa desde el nacimiento, porque ya es un deudor temporal del aparato estatal por imposición de un gravamen que precede su elección personal. Así, la relación natural —el individuo nace libre y puede elegir asociarse a medida que desarrolla sus facultades de juicio en el tiempo— se invierte: en lugar de que el individuo sea el soberano que puede, si lo desea, contratar servicios de protección o arbitraje, el Estado se posiciona como el acreedor primordial que le permite al individuo quedarse con una porción de su propio tiempo solo después de haber cobrado su deuda impuesta. Por consiguiente, romper con la cronarquía exige repudiar la noción de deuda no consentida, reafirmando el principio de que ninguna persona tiene el derecho de vender y/o adjudicarse el tiempo de otro por medio de la fuerza.

La alternativa libertaria: un mercado de tiempo personal

¿Cuál es la alternativa a la Cronarquía? Una sociedad basada en el respeto radical al tiempo personal, en donde la disposición del propio tiempo sea un derecho supremo, y toda interacción humana tenga el escenario para que los intercambios sean voluntarios. Y tal sociedad no es una utopía abstracta, sino una simple universalización del principio que ya aplicamos en nuestras interacciones más éticas y productivas en nuestra cotidianidad, cuando el Estado no está en medio de lo que realizamos.

El mercado, en su forma más pura, no es más que un vasto sistema de intercambio voluntario de tiempo, información y talento. Cada persona que se dedica a prestar algún servicio, elige invertir su tiempo en ello, en servir, y nosotros elegimos voluntariamente compensarlo —con cosas que también requirieron inversión de nuestro tiempo—; no hay coacción, sino cooperación; cada precio, cada salario, cada contrato en un mercado libre es un reflejo de cómo millones de individuos valoran y asignan voluntariamente su tiempo personal. Por tanto, eliminar la carga fiscal coercitiva, la asfixia regulatoria y las imposiciones burocráticas, solo liberarían billones de horas de tiempo personal, que podrían aprovecharse mejor para el desarrollo del individuo y la sociedad.

En este punto, hay quienes pudieran argumentar que en un sistema así los pobres serían “forzados” por la necesidad a vender su tiempo personal por poco, pero éstos no ven que es precisamente la cronarquía la que perpetúa la pobreza, en la medida en que roba capital a través de los impuestos, destruye oportunidades con la regulación y devalúa los ahorros con la inflación, reduciendo drásticamente la acumulación de capital que es necesaria para aumentar la productividad y, con ella, los salarios reales. En una sociedad libre, el capital se acumularía más rápidamente, haciendo que el trabajo —el tiempo personal aplicado— fuera cada vez más valioso. Además, los enormes recursos hoy consumidos por el Estado estarían disponibles para la ayuda mutua y la filantropía voluntaria, formas de asistencia mucho más dignas y eficaces que la caridad forzosa y burocrática del Estado de Bienestar. En suma, la liberación del tiempo personal es, a todas luces, la mayor y más eficaz política “antipobreza” que pueda existir.

Conclusión: la abolición de la cronarquía como imperativo moral

La batalla contra la cronarquía no es solamente política o económica, como ya mencionamos, sino que tiene implicaciones filosóficas. La existencia del Estado impone al individuo de forma tiránica a interrumpir su flujo vital, su proyecto creativo, para someterse a los ritmos artificiales y externos de la burocracia y el fisco. Para Martin Heidegger, de hecho, la existencia humana —Dasein— como un “ser-allí” —o siendo-allí— intrínsecamente temporal, que está constantemente proyectándose hacia un futuro de posibilidades, es auténtica —Eigentlichkeit— cuando la persona asume la propia finitud y elije las propias posibilidades, es decir, es dueño de su propio proyecto de vida; en contraste, la existencia humana inauténtica —Uneigentlichkeit— refiere a aquella que se deja caer en el “uno” o “la gente” —das Man—, permitiendo que otros sean quienes dicten sus posibilidades y decisiones, su tiempo personal.

En este marco, podemos decir que, en buena medida, vivimos en una sociedad de seres no auténticos, porque el Estado —el cronarca— impone sus directrices y dicta las posibilidades y decisiones del tiempo personal de los miembros que la conforman. Es decir, el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones. En esencia, el Estado ataca directamente el “ser-para-sí” —o siendo-para-sí—, porque lo limita de su capacidad de ser causa de sí misma, reduciéndolo a un “ser-en-sí” —o siendo-en-sí—, es decir, a un mero objeto, un recurso a plena disposición de los burócratas, un engranaje de la maquinaria estatal. La coacción al tiempo personal es, pues, un asalto a la posibilidad misma de una vida auténtica.

Por todo ello, podemos concluir que el Estado no debe robar el tiempo personal porque constituye la misma vida de las personas, una manifestación de su existencia; pero hacerlo también es un ataque a la propiedad primigenia, la fuente de la cual emana la legitimidad de toda otra propiedad; y, por último, desde un punto de vista más utilitario, no debe hacerlo porque destruye el florecimiento humano, coarta la creatividad y la cooperación que dan paso al buen vivir en comunidad, a la civilización.


[1] Al respecto, ver: Joaquín Fuster. 2014. Cerebro y libertad: los cimientos cerebrales de nuestra capacidad de elegir. Publicado por Editorial Planeta, S. A., capítulos 3, 4 y 5.

[2] Violencia, fuerza, coacción, que son los medios por los cuales un grupo somete la voluntad de otros a su voluntad. Al respecto, ver: Franz Oppenheimer. 2014. El Estado, su historia y evolución desde un punto de vista sociológico. Traducido por Juan Manuel Baquero Vázquez y publicado por Unión Editorial.

[3] Y si apelamos a la filosofía de Heidegger, es el tiempo el ser mismo del ser humano, en tanto humano, una realidad a la que se encuentra arrojado, ser-allí —o siendo-allí—, y que debe reconocer, aceptar y, en muchos casos, afrontar para dar sentido a su existencia. Al respecto, ver: Martin Heidegger. 1927. Ser y tiempo. Edición electrónica de la Escuela de Filosofía de la Universidad ARCIS. Traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera.

[4] Alguien podría decir que una persona puede ser enterrada con cosas materiales, pero el mensaje de fondo es que, aun si eso pasa, es la condición de estar vivo lo que permite asignar valores a las cosas, por lo que para un muerto sirven las propiedades lo mismo que sirve un paraguas para un pez en el desierto. Es completamente inútil.

[5] Este es un concepto económico, también conocido como “pérdida irrecuperable de eficiencia”, que refiere a una reducción del excedente económico total, indicando una pérdida de beneficios tanto para consumidores como para productores. Con ello, se transmite la idea de que los impuestos crean un escenario en el que la sociedad en su totalidad no logra, ni logrará, alcanzar el bienestar que podría alcanzar dadas las condiciones presentes sin impuestos, porque el poder político mutila esa capacidad al limitar a los miembros que la conforman.

[6] Algunos puede que recurran a la expresión de que la cárcel para personas que realizan “crímenes” sin víctimas es una especie de “pago a la sociedad”, pero, ¿Cómo podría constituir un pago a la sociedad una sentencia de 2, 5 o 10 años por poseer estupefacientes para el consumo personal? Al contrario, sustraer ese tiempo personal deriva en mutilar muchas posibilidades futuras para el individuo y la sociedad. Este tipo de actos es la cronarquía en su manifestación más brutal, porque se secuestra la única vida que esa persona tendrá, es el secuestro de la existencia misma en nombre de una moralidad impuesta por la fuerza.

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John R. De la Vega, P.A.

Immigration Law

John De la Vega es un abogado venezolano-americano que ha ayudado mucho a la comunidad venezolana e hispana en sus procesos migratorios en los Estados Unidos.

John R. De la Vega, P.A.

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John De la Vega es un abogado venezolano-americano que ha ayudado mucho a la comunidad venezolana e hispana en sus procesos migratorios en los Estados Unidos.

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