
«(…) En un sistema descentralizado, las minorías ideológicas o de estilo de vida pueden encontrar refugio en jurisdicciones que se adapten a sus valores, yendo hacia ellas si así lo consideran mejor.«
Oriana Aranguren
La filosofía política se centra, en última instancia, en el modo en que se debe organizar la sociedad y, desde tiempos modernos, la tensión entre el individuo y el poder del Estado, donde la libertad ha sido, en esencia, la búsqueda de límites a la coacción arbitraria del poder. En este sentido, en nuestro tiempo este debate encuentra un nuevo paradigma que merece consideración en el debate público, a saber: la competencia entre jurisdicciones locales, que, básicamente, son confederaciones —aún más radical y local que las federaciones—. Y ésta merece considerarse precisamente por alejarse de la narrativa de la soberanía nacional y mostrarse como un escenario que expande la libertad individual, en la medida en que la idea ciudades y municipios que compiten entre sí por atraer residentes y capital mediante la reducción de impuestos, la desregulación y la provisión eficiente de servicios, actúan como un bastión contra la uniformidad impuesta por los gobiernos centralizados.
Lo cierto es que el régimen de confederaciones podría ser un mecanismo observable y robusto para fomentar el bienestar y la autodeterminación de las localidades, y es precisamente sobre ello que pretendo hablar en este texto, argumentando que el confederalismo, delineado por la competencia jurisdiccional, manifestaría políticas fiscales más atractivas, una desregulación inteligente y, de ameritarlo el caso, una provisión eficiente de los servicios públicos, fungiendo como mecanismo para disciplinar al Estado, llevándolo a la mínima expresión —o servir de camino para eliminarlo por completo, si gusta a los libertarios más radicales—, y fomentar la innovación, maximizando la libertad y, con ello, empoderando al ciudadano. Vamos a ello.
Breve paso por los fundamentos teóricos: el voto con los pies y la disciplina del mercado político
Para empezar, he de señalar que el andamiaje intelectual que sostiene este argumento fue articulado de manera seminal por el economista Charles Tiebout en su ensayo de 1956, “Una teoría pura de los gastos locales”, en la que el autor propone un modelo revolucionario en el que el ciudadano no es un mero sujeto pasivo de las decisiones gubernamentales, sino un “consumidor-votante”, es decir, alguien con “consume” en una localidad y puede incidir con sus elecciones en ella a través del “voto”. Partiendo de ello, sostiene que en un sistema con múltiples jurisdicciones locales, cada una ofreciendo una especie de “paquete” distinto de bienes públicos —seguridad, educación, parques— a un “precio” determinado —que serían los impuestos locales—, los individuos pueden “votar con los pies”, es decir, revelan sus preferencias y maximizan su utilidad eligiendo la comunidad que mejor se alinea con sus deseos.
En su momento, Tiebout observó una diferencia fundamental entre los bienes privados y los bienes públicos, encontrando que en el mercado los individuos revelan sus preferencias directamente a través de sus compras, por lo que, si prefieren un producto sobre otro, lo compran, enviando una señal clara a los productores —a través del sistema de precios, como indica la Escuela Austriaca de Economía—; sin embargo, con los bienes públicos proporcionados por un gobierno central —seguridad, justicia, política monetaria, salud, educación, entre otros— la revelación de preferencias es casi imposible, porque el ciudadano se ve obligado a aceptar el “paquete” completo de políticas, le guste o no.
Por otro lado, hemos de considerar a la escuela de la Elección Pública (Public Choice), que es una corriente que aplica el análisis económico a la política, desmitificando la noción del “interés público” y tratando a los políticos y burócratas como lo que son: actores racionales que, al igual que los individuos en el mercado, buscan maximizar sus propios intereses —poder, presupuesto, prestigio—, lo cual se integra perfectamente con el concepto de Tiebout y nos lleva a la conclusión de que, en un sistema centralizado y monolítico, estos actores enfrentan pocos incentivos para ser eficientes o responder a las necesidades ciudadanas, dado que el coste de la “salida” —emigrar del país— es extremadamente alto, si acaso no imposible, y la “voz” —el voto— es a menudo demasiado difusa para generar cambios significativos.
De lo abstracto a lo concreto: la lógica del mercado en la política
Con esto en mente, e integrando las ideas, podemos comprender por qué, entonces, el régimen de confederaciones es mejor para sus ciudadanos: porque se adapta más fácil a sus necesidades y está mediado por la competencia, el mercado. Así, si una ciudad impone una carga fiscal excesiva para los servicios que ofrece, o si sus regulaciones ahogan la iniciativa personal, sus residentes más móviles —y con ellos, su base impositiva— simplemente se mudarán a una jurisdicción vecina más atractiva, lo cual, siguiendo la lógica de “mercado” —mercado político institucional—, crearía un contrapeso o unos incentivos que llevarían a las jurisdicciones locales a mantener sus servicios y sus precios atractivos para los ciudadanos, incentivando, a su vez, la empresarialidad de cada uno.
Así, la lógica del mercado se traslada al modo en cómo se organizan las jurisdicciones locales y que cada persona, en libertad, decide entre las opciones que tiene —más opciones—, siendo en sí mismo un acto de elección transforma la relación entre el ciudadano y el gobierno, porque éste deja de ser un monopolista ineludible para convertirse en un proveedor de servicios en un mercado competitivo —es aquí donde se introduce una disciplina de mercado en la esfera política porque transforma la relación entre el ciudadano y el gobierno local en algo más parecido a la relación entre un cliente y una empresa, siendo el gobierno local el que debe ganarse a sus ciudadanos cada día, y no al contrario, y mucho menos esperando la cantidad de tiempo que pretenden imponérseles en estos Estados modernos “democráticos”, donde se pretende alcanzar un cambio solo en época de elecciones—.
En este marco, si una administración municipal se vuelve ineficiente, corrupta o impone una carga fiscal desproporcionada en relación con los servicios que ofrece, arriesga un éxodo de sus “clientes” más valiosos: los contribuyentes y las empresas. Y todo ello es gracias a que las localidades se verían en la obligación de competir entre sí en el campo fiscal —alto o bajos impuestos, qué tipo de impuestos, por qué y para qué—, regulatorio —si son onerosas, si hay mucha burocracia, si son arbitrarias, entre otras cosas a considerar, y en la eficiencia para la provisión de servicios —en los que incluso se puede demandar que sean suministradas por empresas privadas, o que el sector público compita con el privado en un plano de “igualdad”—.
Para ilustrar el punto: imagine una persona que valora enormemente los parques y las bibliotecas, pero le importa menos el pago de impuestos, pues, él podría mudarse a una ciudad que tribute más a cambio de los excelentes servicios que le gustan; o piense en un joven emprendedor que prioriza mantener la mayor parte posible de sus ingresos para reinvertir en su negocio, éste podría elegir un municipio con impuestos mínimos, aceptando a cambio un nivel más básico de servicios públicos.
Si bien, para apreciar plenamente los beneficios de la competencia local, es útil contrastarla con el modelo de gobierno centralizado.
En contraposición al poder concentrado
Un Estado central, por su propia naturaleza, es monopólico, concentra todo el poder e impone una uniformidad a todo el territorio: mismas leyes, mismos impuestos, mismas regulaciones —o con más o menores cambios para ciertas localidades, pero para nada adaptativo, dinámico, a la rapidez en que sí lo haría el régimen de confederaciones— para poblaciones muy diversas, como si se intentara poner una misma talla de zapato a toda la población. Este hecho, ignora una de las ideas más profundas del pensamiento económico popularizada por Friedrich Hayek: el problema del conocimiento, es decir, el hecho de que ningún planificador central puede poseer en todo momento, en todo lugar, a cada instante, el conocimiento disperso y tácito sobre las necesidades, preferencias y condiciones específicas de cada comunidad local.
Asimismo, dicha uniformidad impuesta ahoga la experimentación, el aprendizaje por ensayo y error, y mata la capacidad de adaptación de la sociedad entera, puesto que, por ejemplo, si una nueva política resulta ser un fracaso, sus consecuencias negativas se extienden por toda la nación. En contraste, si contamos con un régimen de gobierno descentralizado, que funciona como una especie de red de “laboratorios de políticas” —por decirlo de alguna manera—, el mal solo se extendería a la localidad, y los mismos tendrían mecanismos para solucionarlo de forma rápida y efectiva. Así, aquellos experimentos exitosos pueden ser emulados por otras ciudades, mientras que los fracasos quedan contenidos localmente y sirven de lección para los demás —lo cual constituye un proceso evolutivo de ensayo y error que es fundamental para el progreso social y es, de hecho, lo que dio paso a la civilización y al progreso a lo largo de la historia del ser humano—. Todo ello es y sería imposible bajo un régimen centralizado
Se soluciona el problema de volumen de la Democracia
En adición, la consecuencia más profunda de este modelo competitivo es la expansión del ámbito de la libertad individual a través de la multiplicación de las opciones de vida, que se contrapone a la lógica de la sociedad uniforme, impuesta por un gobierno centralizado, que es inherentemente liberticida en cuanto asume que una única solución es adecuada para millones de personas con valores, preferencias y aspiraciones diversas.
En primer lugar, la confederación protege contra la “tiranía de la mayoría”: en una democracia nacional, una mayoría del 50% más 1 puede imponer sus preferencias culturales, morales y económicas a todo el país. En un sistema descentralizado, las minorías ideológicas o de estilo de vida pueden encontrar refugio en jurisdicciones que se adapten a sus valores, yendo hacia ellas si así lo consideran mejor; pero en un sistema centralizado, se disminuyen esas opciones y, si cabe la observación, costaría más a las personas alinearse con aquellas que considere mejor. En definitiva, un sistema de comunidades que compiten entre sí hace que se pueda apreciar un mosaico de comunidades, en donde, por lógica, cada una sentiría más sentido de pertenencia por lo suyo, llevando, incluso, a proteger mejor su entorno.
Además, las comunidades, al ser más pequeñas y estar próximas a sus problemas, podrían elegir mejor a sus lideres para solucionarlos, organizarse y afrontarlo juntos, autodeterminándose como localidad, y sin esperar que alguien sentado en el palacio de gobierno, a quienes probablemente ni conocen, ni conocerán en persona, decida por su futuro. En este sentido, las políticas públicas serían más manejables, responderían a casos concretos, según la necesidad local, por lo cual nos encontraríamos con algo paradójico: no habría nada más democrático que el régimen de confederaciones.
Respondiendo a posibles objeciones que rozan lo absurdo
Ahora bien, en este punto alguno podría decir que el modelo no está exento de críticas, aludiendo a, por ejemplo, la idea de que la competencia fiscal obligaría a las ciudades a recortar drásticamente el gasto social, las protecciones medioambientales y los servicios esenciales para atraer capital, perjudicando a los más vulnerables. Sin embargo, aun suponiendo que tal riesgo exista, se estaría subestimando la complejidad de las preferencias de los ciudadanos y del mismo proceso social para dar solución a ello, en la medida en que se ignoraría que las empresas de alto valor y los trabajadores cualificados no se sienten atraídos por páramos contaminados con servicios públicos inexistentes, altas tasas de criminalidad y baja calidad en el talento humano; al contrario, buscan calidad de vida, seguridad, un buen ambiente, ocio y buenos talentos —la competencia, por tanto, no es simplemente por ser el más barato, sino por ofrecer el paquete de valor más atractivo—. Además, parecen olvidar que cuando hay lazos fuertes en la comunidad, la misma tiende a ser generosa para con sus miembros, por lo cual, aun si se elimina por completo los planes sociales, queda en entredicho que sean cosas que solo pueda suministrar el sector público.
Una segunda crítica que se podría recibir es que existe el potencial de agravar la desigualdad y la segregación, argumentando que los ricos se concentrarán en enclaves exclusivos con servicios de primera calidad y bajos impuestos, mientras que los pobres quedarán atrapados en municipios con una base fiscal erosionada e incapaces de proveer servicios básicos. No obstante, nuevamente, se ignora la complejidad del proceso social. En principio, ¿La solución debería pasar por eliminar la competencia? ¿Acaso no tenemos muchos de esos problemas bajo el régimen actual, pero vistos en muchos más campos? Quien haga esa critica debería criticar el mismo sistema centralizado que pretende defender. Si bien, reparando un poco en la posible objeción, se podría establecer un marco adecuado para que ciertas funciones locales, como una red de seguridad social básica o la garantía de ciertos derechos fundamentales, que pueden seguir enmarcadas por la competencia y no necesitarían de un nivel superior de gobierno —estatal o federal— para llevarlas a cabo.
El objetivo de la confederación no es la atomización total, sino un sistema robusto donde cada nivel de gobierno se especializa en lo que hace mejor, retroalimentándose y compitiendo entre sí. A la larga, todos esos problemas tenderían a desaparecer, o a tratarse de una mejor forma, tal y como la misma historia humana ha mostrado en cómo el proceso de mercado da solución, más temprano que tarde, e dichos problemas. De hecho, para los menos radicales —que no es mi caso—, se podría considerar que la competencia local coexista con mecanismos de redistribución fiscal a un nivel superior que pretendan garantizar un suelo mínimo de servicios para todas las comunidades, sin anular los incentivos para la buena gestión local —aunque, dejando que me gane mi radicalización, eso mismo podría coexistir con mecanismos de aportes voluntarios a nivel nacional en el que el sector privado se encargue de administrarlo para ayudar a la mayor cantidad de personas posibles; podría, incluso, haber competencia entre esas administraciones privadas. Todo ello solo necesitaría de un marco legal respetuoso con la libertad, de sentido común, para regular sus actividades, buscando siempre que todas las partes salgan beneficiadas.—.
Conclusiones: la libertad y el régimen de confederaciones
Si bien es cierto que la competencia entre ciudades podría no ser la panacea para la libertad que algunos persiguen —¿Qué lo es?—, también es cierto, sin duda alguna, que sí es un mecanismo extraordinariamente eficaz y a menudo subestimado para promover la libertad individual y el bienestar de la colectividad, pues transforma al ciudadano de un súbdito pasivo en un consumidor-votante con la capacidad real de elegir el entorno político y social que mejor le convenga, en asociación con su comunidad, por lo cual se invierte la dinámica de poder tradicional. Asimismo, el gobierno se ve forzado a servir al individuo, y no al revés, porque la presión de la competencia fiscal limita el afán recaudatorio del Estado, la competencia regulatoria libera la energía creativa del emprendimiento y la competencia en servicios fomenta una administración pública eficiente e innovadora.
En contraste con esa uniformidad asfixiante y la ineficiencia inherente de los gobiernos centrales, en donde prima la corrupción y se tiende a tratar a los ciudadanos como piezas intercambiables en un gran plan nacional, la multiplicidad de jurisdicciones que compitan entre sí ofrece un camino hacia una sociedad más libre, diversa y próspera, permitiendo la coexistan de múltiples visiones sobre la vida, y empoderando a los individuos para que elijan la suya.
De hecho, el fortalecer la autonomía local y fomentar la competencia entre nuestras ciudades se vuelve un imperativo moral para cualquiera que valore la libertad humana, puesto que estamos en una sociedad en donde la intervención estatal parece haber fatigado la democracia y la misma participación ciudadana, y eliminando junto con ello el sentido de pertenencia de los miembros de la sociedad, que esperan que sea el ente regulador quien venga a solucionar sus problemas, en lugar de convertirse en sujetos proactivos comunitarios para hacer lo propio[1]. Por ello, la reinvención del concepto de organización social, partiendo de la lógica de mercado —mercado comunidades—, donde prima la diversidad en cada aspecto de la vida en sociedad, es, en última instancia, una de las manifestaciones más tangibles de la soberanía del individuo en el siglo XXI.
[1] Al respecto, ver: Oriana Aranguren. 2025. La fatiga de la democracia: ¿Estamos perdiendo el interés en la participación cívica por exceso de Estado?. Publicado en ContraPoder News. En: https://contrapodernews.com/la-fatiga-de-la-democracia-estamos-perdiendo-el-interes-en-la-participacion-civica-por-exceso-de-estado/ (Consultado el 26 de junio de 2025).